Raúl Villarroel / Dr. en Filosofía. Facultad de Filosofía y Humanidades. Universidad de Chile
Hoy en día, hay quienes piensan que el ser humano debe mejorarse a sí mismo, a través de la ciencia y la tecnología, ya sea desde el punto de vista genético o desde el punto de vista ambiental y social; que es posible provocar deliberadamente un "mejoramiento" (enhancement) de los seres humanos, con miras a alcanzar un estado superior, a veces llamado "transhumano", o incluso "posthumano". Con ello, en verdad, no se refieren a mejoras conseguidas únicamente a través del sistema educacional o a aquellas modificaciones socioambientales determinadas, por ejemplo por la economía o la cultura, sino a aquellas otras que recurriendo a medios técnicos intervienen directamente el organismo humano para lograrlo, su base fisiológico-corporal. Los transhumanistas piensan que existen importantes motivaciones para sostener que las capacidades humanas actuales pueden ser ampliadas mediante dispositivos técnicos y que, incluso, hasta el comportamiento ético podría ser igualmente objeto de modificaciones o mejoras por vía de procedimientos de ingeniería genética. La naturaleza humana, entonces, sería vista como una obra en desarrollo, un trabajo en progreso, que nos interpelaría a su rediseño, conforme a una serie de antiguas aspiraciones de los seres humanos, que han estado presentes desde tiempos inmemoriales. Nuestra actual condición, nuestro "ser humano" por tanto, no debería considerarse forzosamente como el punto de arribo de la evolución, sino únicamente como una fase inicial suya, tras la cual debiesen venir tales mejoramientos, propiciados por el incremental saber de la ciencia y la técnica.
No obstante, me parece enteramente lícito levantar una sospecha en torno de estas cuestiones. Tal sospecha se fundaría en la advertencia de ciertos riesgos inherentes, sobre todo, a las definiciones políticas que cabría adjudicarle al proyecto transhumanista; más allá de la querella por la lesión virtual de la dignidad humana que ya se le ha planteado (como, por ejemplo, la defensa de una "ética de la especie" por la que ha abogado Habermas); y más allá también del emplazamiento que las precauciones y restricciones normativas planteadas por la reflexión bioética le conminan a encarar hoy.
Los riesgos a los que aquí quiero aludir refieren principalmente a la connivencia no declarada y al ajustamiento interesado en que probablemente el proyecto transhumanista estuviera incurriendo con respecto a los fines de las sociedades occidentales, de disciplinamiento primero y de control luego, según han sido denominadas por autores como Michel Foucault o Gilles Deleuze respectivamente, y también por algunos de sus más directos seguidores contemporáneos (Esposito, Agamben, Rose, Miller, Fassin, Lazzarato y otros). En tal sentido, argumentaciones provenientes de la matriz de análisis de la biopolítica permitirían sospechar que el transhumanismo podría constituir una reiteración -claro que perfeccionada, sofisticada, consumada- de las formas históricas a través de las cuales el biopoder se ha instalado en Occidente moderno y ha devenido en un conjunto de prácticas de gobierno de los sujetos. Parte de los riesgos correspondería a la consolidación de una nueva escena de producción de las subjetividades, amparadas ahora en el saber biotecnológico e informático en curso de irrefrenable expansión. Dicho saber opera, como sabemos, definido por un ethos profundamente individualista; está enteramente determinado en cuanto a sus fundamentos por las leyes del mercado y su desarrollo solo es susceptible de producirse en un contexto de economía neoliberal globalizada.
Según dicho esquema de análisis biopolítico de evolución de la sociedad contemporánea y la determinación de su ingreso en la lógica de administración de la vida desde las referencias políticas, se puede presumir que el transhumanismo no representa sino la fase superior de aherrojamiento de la vida. En este sentido, históricamente ha sido la biomedicina la que ha operado como el saber de base que, pretendiendo resolver los problemas sanitarios de la sociedad tradicional, ha ofrecido "mejorar" la existencia de los individuos y las poblaciones, estableciendo ese inédito régimen de dominación en el que a la vida se le hizo ingresar en los cálculos explícitos del poder.
Someter, entonces, al proyecto transhumanista a un escrutinio respecto de sus implicancias biopolíticas y no abordarlo únicamente desde la precaución bioética fundada en el reconocimiento o el desconocimiento de la dignidad -que es cuanto hasta ahora más ha ocurrido-, parece una opción completamente decisiva para la reflexión contemporánea; más aún, en tanto el transhumanismo podría representar una extensión inadvertida del poder sobre la vida humana y sobre lo que hasta ahora ha significado ser humano, ya que está desplegado a partir de referencias persuasivas que impiden detectar los riesgos de control que implica. Se requiere, por tanto, advertir sus verdaderas implicancias de intervención política sobre la vida humana, en cuanto por esa vía puede llegar a favorecer la perpetuidad de los sistemas de poder establecidos.
Entender los riesgos, por tanto, equivale a poner atención al posible proceso de sometimiento al que las vidas de los seres humanos llegarán a ser expuestas, más que solo a las expectativas de beneficio y mejora que supuestamente trae consigo la oferta transhumanista. Porque lo que la política es capaz de hacer con la vida de las personas no remite únicamente a un asunto de discursos biomédicos o de tecnologías. Tiene que ver con el modo real en que los grupos e individuos ampliados en sus capacidades serán tratados; según qué rendimientos se les exigirá responder socialmente; mediante qué criterios se evaluarán sus supuestamente mejoradas vidas futuras, o conforme a qué tipo de desigualdades y en ausencia de qué reconocimientos se les terminará excluyendo.
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