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Igor Camino Ortiz de Barrón / Profesor del departamento de Teoría e Historia de la Educación en la Facultad de Educación y Deporte (UPV/EHU)

11/05/2016

Igor Camino Ortiz de Barrón / Profesor del departamento de Teoría e Historia de la Educación en la Facultad de Educación y Deporte (UPV/EHU)

Se trata de una cuestión que suscita gran interés, si bien quizás resulte excesivo hablar en la actualidad de divorcio entre la cultura humanista y la científica; dicho planteamiento, contextualizado históricamente, resulta más propio del siglo XIX y, más concretamente, del surgimiento de la segunda enseñanza, impulsado por el incipiente liberalismo de la época. El desarrollo de la segunda enseñanza en España estuvo caracterizado por una continua sucesión de planes de estudios, una sucesión que reflejaba las diferentes maneras de entender la naturaleza y los objetivos de dicho nivel educativo: el denominado bachillerato clásico, con una orientación claramente conservadora, y el denominado bachillerato moderno, defendido a ultranza por liberales y progresistas. Esas diferencias ideológicas, representativas de los partidos que ostentaban el poder en cada momento, se traducían en la práctica en la concesión de un mayor o menor peso a materias de corte clásico-humanista o de corte científico. Actualmente, inmersos en el siglo XXI, nos encontramos con una panorámica que muestra elementos comunes con lo presentado en la breve contextualización histórica ofrecida. La educación sigue representando el caballo de batalla en las pugnas ideológicas y políticas relacionadas con el ámbito educativo. Llevamos décadas reivindicando la necesidad de mejorar el sistema educativo; para ello, se ha optado principalmente por cambiar las leyes y quedar inmersos en una sucesión de reformas educativas. Las consecuencias no son muy esperanzadoras, a no ser que únicamente se evalúen desde un prisma cuantitativo, lo que indudablemente colocaría a España a la cabeza de países que cuentan con más leyes y reformas educativas. Sin embargo, evaluándolo desde el prisma de la calidad educativa, no se trata de un dato que sirva para presumir, puesto que no ha conllevado los progresos esperados; es más, este hecho ha servido principalmente para arrastrarnos a una situación de inestabilidad y falta de un rumbo claro. Coincido con algunos de los principios que expresa José Antonio Marina en su libro "Despertad al diplodocus", sobre todo con el que reivindica la necesidad y el desafío de cambiar el sistema educativo actual; no se trata de reformarlo, sino de transformarlo, entendiendo para ello algo tan básico como que un sistema es una estructura en la que cada parte influye en el todo. Partiendo de esta concepción, no debería ser difícil llegar a acuerdos sobre los objetivos de la educación pero la excesiva ideologización del sistema educativo que se ha venido dando desde el siglo XIX, ha hecho imposible tan ansiado fin. Sin embargo, la situación actual presenta elementos que invitan al optimismo y que hacen pensar que nos hallamos ante una oportunidad única de enderezar el rumbo. El contexto actual ha cambiado muy significativamente, el surgimiento de nuevas realidades sociales ha provocado un cambio del paradigma teórico y, progresivamente, también de la práctica educativa. La educación está en auge, y el discurso pedagógico está en boca de profesionales que, hasta hace poco, eran reacios a utilizarlo. Esta situación se constata claramente en el ámbito universitario, en el que el Espacio Europeo de Educación Superior ha contribuido significativamente a la generalización del lenguaje pedagógico. Este hecho, indudablemente, representa un motivo de alegría, puesto que ha posibilitado el acercamiento y la coordinación entre profesionales en materias de corte humanista y de corte científico. Resulta necesario entender que, más allá de esa diferenciación entre la cultura humanista y la científica, la compleja configuración de la sociedad actual, con el enorme desarrollo tecnológico como protagonista, requiere más que nunca promover el desarrollo del pensamiento crítico y estimular la actitud científica. Es imprescindible que la escuela se conciba como una unidad funcional de planificación, intervención, innovación y evaluación, orientada al desarrollo de las competencias del alumnado; esta concepción requiere, además, de una continua reflexión sobre el tipo de profesional y ciudadano/a que queremos formar, así como del proceso que estamos siguiendo para ello. Un proyecto común requiere formular propuestas, dialogar, acordar, decidir, etc.; debe basarse en una reflexión colegiada que posibilite acuerdos que deben ser interiorizados por todos/as aquellos/as que forman parte del proyecto de escuela. Independientemente del peso que las materias de corte humanista o científico tengan en el proyecto escolar, uno de los principios guía de dicha reflexión colegiada debe ser la importancia de promover la actitud, no solamente la aptitud; solamente así podremos lograr profesionales y ciudadanos/as que contribuyan al desarrollo de una sociedad mejor.
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