¿Vasco catalán o catalán vasco?
(Se sonríe) catalán vasco, diría yo.
¿Sigue manteniendo relación con el País Vasco?
Sí, suelo ir varias veces al año a Euskal Herria. Sobre todo a Vitoria y Bilbao, Miraballes, Bermeo porque mi familia está en varios sitios. Mantengo en el recuerdo, desde bien pequeño, esos viajes que hacíamos para ir a visitar a la familia. La verdad es que Araba y Bizkaia son las que conozco bien, quizá me falta conocer un poco más Gipuzkoa... De hecho, no fui a Gipuzkoa hasta que tenía diecitantos, que fui a Donostia.
Ya que recuerda esos viajes de la infancia, ¿qué recuerdos tiene de esa época? Bueno, creo que fue una infancia estándar y muy feliz. Tengo una hermana mayor que me lleva casi trece años y se puede decir que casi fue una segunda amatxo... Desde pequeño fui buen estudiante y luego tuve suerte porque me dejaron vía libre para estudiar lo que quisiera.
¿Cómo es que le llamó la atención la Antropología?
En realidad no tenía ni idea de lo que era la Antropología y por lo que me incliné fue por la Historia. Cuando comenté en casa que quería hacer Historia me dijeron que igual preferían que estudiase otra cosa, pero como hemos comentado, finalmente me dieron vía libre y me dijeron que lo que yo quisiera. Así llegué a la Facultad con la intención de licenciarme en Historia, y fue entonces cuando conocí la Antropología.
¿En qué Universidad?
En la Universidad de Barcelona. Lo que comenzó siendo una asignatura de introducción a la antropología acabó siendo mi carrera. Y a partir de ahí seguí, y seguí...
¿Algún profesor o profesora que le marcase para tomar ese rumbo?
Varios, pero quizá la primera persona que me descubrió ese mundo fue Mercedes Fernández Martorell en su momento, y luego sobre todo Jesús Contreras, que es con quien entré en el campo alimentario.
Bien, entonces tras concluir la licenciatura ¿cómo decide seguir formándose?
Cuando acabé encontré un trabajo relativamente pronto, un contrato en Suiza, en una excavación arqueológica, como colaborador en el ámbito de la cultura material. Fui como antropólogo, ya que necesitaban a alguien que interpretase de un modo cultural lo que se iba encontrando, en sus contextos. Con lo que, como era una cosa rara que no sabían cómo iba a salir, se decidieron a probar conmigo.
Inmaculada Sánchez, Itziar Salces, Xavier Medina y Esther Rebato. V. Jornadas de Antropología de la Alimentación, Nutrición y Salud. Bilbao, 2010.
Foto: Eva Elorza / Archivo Eusko Ikaskuntza
¿Y qué tal la experiencia?
Pues bastante bien, pero el contrato se acabó y volví a Barcelona. Con tan buena suerte que justo a mi vuelta sacaron a concurso una plaza de investigador en un Instituto de nueva creación, el entonces denominado “Instituto Catalán de Estudios Mediterráneos”. Me presenté y la gané.
¿De qué año hablamos?
Pues de principios de la década de los 90.
¿Es entonces que decide hacer el Doctorado?
No. Lo del Doctorado lo tenía claro más o menos desde tercero de carrera. Es más, tenía claro que el tema iba a centrarse en la diáspora vasca. Incluso más, el caso de Catalunya y Barcelona, concretamente. Así que antes de acabar la carrera ya comencé a recoger datos y a hacer contactos.
Así que comenzó pronto...
Sí, (se ríe) empecé muy pronto pero la acabé tarde. En total, desde que comencé allá por el 88, hasta que la presenté en el 2000... pues casi unos doce años de investigación.
Quizá lo necesario para madurar bien un tema.
Circunstancias varias, como estar trabajando por una parte, y tener un tiempo y recursos acotados, y por otra parte madurar el tema y pensar realmente qué se está haciendo y qué me interesa saber y hacia dónde me llevan los datos fue un proceso que a mi me llevó bastante tiempo. Hasta que no tuve realmente claro saber cuál era mi aportación y qué podía salir de esa investigación pasó bastante tiempo.
Volvamos a ese momento en que comienza a trabajar en Barcelona.
Comencé en el año 91 como investigador del Instituto Catalán de Estudios Mediterráneos, que posteriormente pasó en el año 95 a ser Instituto Catalán del Mediterráneo de Estudios y Cooperación y actualmente es el Instituto Europeo del Mediterráneo. Allí comencé como investigador y seguí como jefe de proyectos hasta el año 2009, año en que surgió la posibilidad de dirigir un nuevo departamento en la Universitat Oberta de Catalunya (UOC) y decidí que era interesante aceptar.
¿En qué consistía esa oferta de la UOC?
En la dirección de un departamento específico de Estudios Alimentarios. Un departamento transdisciplinar sobre “Sistemas alimentarios, cultura y sociedad”.
La dieta Mediterránea: ¿Patrimonio de la Humanidad?
Es un proyecto en el que hemos estado trabajando en los últimos años con la Fundación Dieta Mediterránea. Esta Fundación proviene principalmente del ámbito médico y buscaban a alguien que abordase el ámbito de la cultura alimentaria. Así que se buscó un pequeño equipo que redactó la candidatura, y en el cual participé.
¿A qué puede deberse el que los expedientes relacionados con la Gastronomía, o las culturas alimentarias que se presentan a la UNESCO, como puede ser el presentado hace ya unos años por México, para que sean reconocidas como Patrimonio de Humanidad, no salgan adelante?
Hasta ahora al menos... Es un tema con muchos frentes. Por un lado, creo que la UNESCO no está (al menos hasta el momento) preparada para aceptar que la alimentación es cultura. Es una cosa tan cotidiana que a veces se nos pasa por alto que pueda formar parte de ella. Creo que existe la tendencia a pensar en cultura como Cultura, en mayúsculas. Pensamos en grandes monumentos, en las Pirámides de Egipto, pero no se nos ocurre que un plato de lentejas pueda ser cultura, con lo cual ya tenemos un primer handicap. Seguidamente, las características de las declaratorias de la UNESCO son bastante específicas y no están adaptadas a hechos culturales que sean tan amplios como lo es la alimentación.
Es decir, que están preparadas para reconocer objetos singulares.
Sí, objetos muy singulares. Están adaptadas para reconocer a una comunidad de tres individuos que tocan un instrumento peculiar en una selva de la Amazonia, o a la elaboración de unas cerámicas muy localizadas. Pero cuando estamos hablando de procesos alimentarios que tienen una difusión más amplia, la cosa se difumina y no están preparados para este tipo de declaratorias. Quizá es por ello que actualmente ninguno de los expedientes presentados haya conseguido pasar el listón.
Los primeros alimentos que tomamos, ¿marcan la cultura de una persona?
Sí, creo que sí. Porque son los que crean los recuerdos gustativos de la infancia, los olores de la cocina, de la mesa..., realmente los alimentos a los que estás acostumbrado, aquellos que son familiares... siempre dicen algo.
¿Somos lo que comemos o somos cómo comemos?
Creo que somos ambas cosas. Lo que comemos porque comemos determinadas cosas y no otras, y eso, como seres humanos, lo elegimos culturalmente. Hay cosas que no se nos ocurriría comer, mientras que unos kilómetros más allá otros se las comen, por lo tanto es algo cultural. Pero sobre todo somos cómo comemos: por qué, con quién, cuándo y todas esas preguntas que conforman nuestra cultura alimentaria.
En un momento en el que la producción de alimentos se encuentra deslocalizada, ¿a qué se debe esta promoción de alimentos locales por parte de organizaciones e incluso de gobiernos? ¿Es realmente importante comer productos del lugar que habitamos o es quizá la parte visible de una campaña de marketing?
Quizá haya un poco de todo. De todas maneras no es un proceso simplificable. Estos movimientos surgen de la misma globalización. Ahora tenemos muchísimo mayor acceso a alimentos, transportamos alimentos a miles de kilómetros de donde se producen, multinacionales alimentarias, etc. Es decir, de la misma manera que podemos tener acceso en cualquier momento a cualquier alimento (me refiero a los países industrializados, principalmente), también se está buscando tener acceso a lo local, a lo singular, a aquello que es de temporada, la cercanía con la cultura, la cercanía con la naturaleza (o, al menos, a lo que identificamos como “natural”).
¿Quizá algo relacionado con la trazabilidad, o el control del origen de lo que comemos?
Creo que justamente este movimiento globalizador nos ha dado todo lo que necesitábamos, pero también nos ha dado una cierta falta de control sobre lo que comemos, sobre todo desde el punto de vista de los consumidores. Hoy en día, los consumidores en su gran mayoría solo tienen acceso a las últimas partes del proceso de producción de alimentos, es decir, se tiene acceso al producto ya empaquetado en las baldas de un supermercado. Un producto, quizás, envuelto en celofán que de ahí va a la mesa y al plato. Esto le crea al consumidor una cierta falta de control (a pesar de que, curiosamente, haya más información que nunca en la etiqueta del producto) a la hora de saber qué es lo que está comiendo y su procedencia.
Xavier Medina, Helen Macbeth y Recardo Ávila. V Jornadas de Antropología de la Alimentación, Nutrición y Salud. Bilbao, 2010.
Foto: Eva Elorza / Archivo Eusko Ikaskuntza
Pero a pesar de esa falta de control de la procedencia, ¿no le da muchísima seguridad al consumidor ver una fecha de caducidad y saber que el producto ha sido procesado por máquinas y no por humanos?
En parte sí, creo que jamás ha habido tanta seguridad alimentaria como la que tenemos hoy en día, de eso no hay ninguna duda. Pero por otro lado, esa falta de control implica consciencia de falta de información, y ese mismo hecho de que sean las máquinas las que están metidas en el proceso implica que el producto pierda parte de su naturalidad. Quizás por eso se pone en valor la localidad de los alimentos, con la idea simbólicamente activa de que cuanto más cerca estemos de la naturaleza, más control tendremos sobre lo que comemos, y, al menos en nuestra percepción, serán productos con menos manipulaciones y por tanto más puros. Son caminos que van en paralelo y una cosa no tiene por qué excluir a la otra, porque nos gustan los alimentos respetuosos con la cultura, con el medio ambiente, pero también nos gusta ir al supermercado y que haya de todo.
Es decir, comer naranjas en verano.
Efectivamente. Pero es cierto que cada vez más personas tienen en cuenta otros detalles de valor como por ejemplo la estacionalidad, los productos de “kilómetro cero”, los productos “locales”, aquellos en los que apenas intervienen unos kilómetros en su transporte... productos más “sostenibles”...
Pero hablamos de objetos casi de lujo, porque ¿cómo es posible que ese tomate que apenas ha recorrido unos metros desde la huerta hasta la mesa del comensal quintuplique en ocasiones el precio de un tomate que ha viajado en avión?
Ciertamente. Todos los procesos de agricultura “artesanal”, o agricultura “biológica”, hace que las cosechas sean más pequeñas, quizás menos productivas... y eso también encarece los precios...
Entonces es algo muy poco democrático.
No necesariamente. Es una opción dentro de un proceso que ya es muy democrático en sí. Lo que te está poniendo es más productos dentro del abanico de posibilidades. Quizá si le damos la vuelta, lo veamos de otra manera. Hace unos años los productos locales, los que estaban al alcance de la mano, no tenían un gran atractivo; los productos exóticos eran los más atractivos debido a la novedad; valorábamos más los productos que venían desde lejos porque costaba mucho traerlos. Hoy en día los productos que se transportan desde cientos o miles de kilómetros o que vienen desde países remotos tienen producciones masivas, por tanto más baratas, incluyendo el transporte masivo, y ello hace que esos productos normalmente sean más asequibles. Pero siempre les acabamos encontrando algún tipo de carencia o defecto, como falta de sabor...
Ya, pero, en otros casos como el pollo; a muchas personas no les gusta un pollo de caserío porque está duro y sabe fuerte. ¿Hemos perdido nuestra cultura en torno a sabores, texturas...?
Puede ser. Hay que tener en cuenta que llevamos ya muchos años comiendo muchas cosas que antes no se comían. Con los platos tradicionales pasa algo parecido. Hay platos tradicionales que no podrían hacerse tal y como se hacían antaño porque tienen una cantidad de grasa tal que en nuestra vida cotidiana no serían admisibles. Cuando ese plato surge en su contexto espaciotemporal, tiene su sentido, un modo de vida en torno a los trabajos manuales del campo o un modo de vida sentado ante un ordenador tienen necesidades alimentarias diferentes. El sentido del gusto también evoluciona, tanto en torno a nuestra cultura como en el marco de los procesos en los que nos encontramos inmersos. Hoy en día jamás tomaríamos un vino como el que se tomaba en la Edad Media o hace un siglo, porque no lo soportaríamos. Es más, en esas mismas épocas lo acostumbraban a tomar mezclado con agua, con miel, con hierbas....
¿Quién marca los gustos, el mercado o la salud?
La salud nos marca algunas decisiones. El caso de la dieta mediterránea ha sido utilizado para intentar modificar algunos hábitos de alimentación que nos están llevando a que aumenten ciertas patologías. Se intenta, a nivel institucional, que la gente consuma en mayor medida determinados alimentos para mejorar los niveles de salud. Si nos fijamos en la publicidad, buena parte de las marcas de alimentos tienen como gancho principal el tema de la salud, quizá porque es parte del discurso oficial. Desde las instituciones se nos está individualizando y se nos hace responsables últimos de nuestras decisiones: Si fumas te puede pasar esto, pero que sepas que luego cuando enfermes todos tendremos que pagar a través de la seguridad social tu decisión de fumar; otro tanto se está comenzando a hacer con temas como la obesidad, o enfermedades que puedan surgir con relación a una mala praxis alimentaria, etc.
Pero ¿no es eso bastante hipócrita?, porque con prohibir la venta y el consumo de tabaco...
Pero los ingresos que constituyen los impuestos que gravan al tabaco y otras cosas son elevados... nos encontramos ante un pez que se muerde la cola. No obstante, la facultad de escoger está ahí, somos nosotros quienes tenemos que poner los límites y, siempre dentro de nuestro marco cultural, la posibilidad de elección es un hecho. F. Xavier Medina (Barcelona, 1968) Doctor en antropología social por la Universidad de Barcelona. Director del Departamento de Sistemas Alimentarios, Cultura y Sociedad de la Universitat Oberta de Catalunya (UOC). Presidente para Europa de la International Commission on the Anthropology of Food (ICAF). Especialista en estudios sobre antropología de la alimentación e identidades colectivas. Es autor de numerosos libros y artículos en publicaciones especializadas, principalmente sobre temas de cultura alimentaria.