Abordar la memoria de la Guerra Civil de 1936-39 a través de la literatura escrita en euskera, en castellano, en catalán y en gallego es el objetivo del seminario. ¿Vale decir que esto es un poco como poner a “dialogar” a literaturas que han estado muchos años “monologando”, y hacerlo además en torno a un tema de sensible importancia?
Efectivamente. Hace años que vengo insistiendo en la necesidad de que las culturas peninsulares dialoguen, se superpongan y se relacionen. El modelo filológico nacional, basado en la hermeticidad de la relación entre literatura y lengua, se ha demostrado insolvente para abordar incluso el producto más destilado de este modelo de estudio: el canon literario. Esto lo han sabido siempre los comparatistas, pero en cambio han solido ocuparse solamente de las literaturas nacionales. Quiere decir que, en realidad, la literatura comparada no ha superado las limitaciones de las filologías nacionales. Por el contrario, las ha reforzado, ejerciendo una operación canonizadora de segundo grado: Goethe, Shakespeare, Dante, Cervantes... El prototipo de esta metodología es el gran libro de Erich Auerbach, Mimesis, una obra de referencia para la literatura comparada y, fíjese bien, uno de los mejores frutos de la filología románica.
Mutatis mutandis, esta sublimación de las literaturas nacionales equivale en el plano literario a la superestructura que representa la Unión Europea en lo político: la UE no representa sociedades sino estados. Europa desaparece en el agujero negro de Bruselas, así como literaturas enteras se pierden en los departamentos de literatura comparada, y como países enteros desaparecerán en la naciente disciplina de literatura mundial.
En su ponencia, profesor Resina, tratará sobre los retos de futuro para el estudio de la memoria histórica en la Literatura ibérica.
Mi intención es más modesta. En lugar de oponer la noción de memoria a un supuesto olvido, oposición que por lo general se plantea en términos morales (la memoria es buena, el olvido es malo), me interesa fundamentalmente el fenómeno que el psicoanálisis llama el regreso de lo reprimido, pero que en el contexto de la historia española reciente no puede realmente considerarse reprimido sino más bien un pasado que no quiere pasar, para utilizar la feliz expresión del historiador alemán Wolfgang Mommsen. Resolver la cuestión de la presencia del pasado exclusivamente en términos de conciencia y aun más, de documentación, como hacen los historiadores me parece tan distorsionador como los abusos que algunos de ellos atribuyen a quienes se aproximan al pasado desde fuera de los cánones de su disciplina.
Son pocos los historiadores que valoran la virtud epistemológica de la literatura, y menos aún los que ven en las obras literarias algo más que un suplemento documental a sus propios relatos. Pero la literatura transmite, mucho mejor que otro tipo de documentos, el espíritu de un momento o la mitología, esto es, el sistema de creencias, temores y sentimientos de una sociedad en una etapa histórica determinada.
“Hace años que vengo insistiendo en la necesidad de que las culturas peninsulares dialoguen, se superpongan y se relacionen”.
Foto: Etxepare Institutua.
En la Universidad de Stanford usted ha emprendido la tarea de renovar los estudios sobre Lengua y Literatura hispánicas con un cambio de paradigma que incorpore la diversidad pluricultural propia del ámbito ibérico. ¿Cuál es su análisis de partida y cómo se articula esa nueva “perspectiva ibérica”?
Como la literatura comparada, los Estudios Ibéricos también parten de unas literaturas nacionales con una mayor o menor tradición filológica. Sólo se puede partir de lo existente. Pero el objetivo del análisis ya no es la formación de una estética nacional, que en la práctica ha servido para consolidar ideologías nacionalistas, sino la relación o las relaciones entre tradiciones culturales de distinto origen pero confluentes en el imaginario de lo que podríamos llamar la vida colectiva en esta península. En la práctica, el iberismo es lingüísticamente complejo y son muy pocos los especialistas con la competencia lingüística necesaria para ejercerlo plenamente. Pero lo importante es haber creado el paradigma y formar iberistas que se encuentren ya con el terreno labrado y puedan adquirir las herramientas adecuadas en lugar de perder el tiempo defendiendo lo obvio.
¿Hemos de entender, por tanto, que las filologías “tradicionales”, compartimentadas en torno a lenguas dominantes hay que abrirlas a otras preocupaciones y a otras sensibilidades?
Ciertamente. Las filologías tradicionales, e incluyo también las de las lenguas dominadas, no dan cuenta cabal de la cultura en la Península Ibérica, no sólo porque cada una de ellas ofrece sólo una visión parcial, sino porque desde esa misma parcialidad distorsionan los fenómenos que pretenden describir. Le pondré un ejemplo, no obvio sino debatible, para subrayar el incentivo que tiene cuestionar una determinada tradición crítica.
Tiempo de silencio, la novela de Luis Martín-Santos, se considera la primera obra experimental de la literatura castellana durante el franquismo. Recoge la técnica del monólogo interior, posiblemente a partir del Ulysses de Joyce, y hay también un cierto contenido existencialista, que tampoco es ninguna novedad en la novela ibérica posterior a la guerra civil. Pero al margen de cuestiones formales de mayor o menor calado, Tiempo de silencio es una enmienda a la totalidad al centralismo español. Madrid aparece en ella como una inmoralidad y como una estafa.
Ahora bien, ningún autor castellano ha producido una crítica tan radical, tan irreconciliable con las instituciones culturales del Estado. Antes de Martín-Santos y en castellano sólo encontramos semejante crítica de la capital en Baroja. Y Baroja era vasco. He aquí una pista. Martín-Santos, nacido en Marruecos, se educa en San Sebastián durante los años de máxima represión de la cultura vasca. Suponiendo que no haya estado ciego a su realidad inmediata, ¿es descabellado considerar que una cierta perspectiva vasca, o cuando menos periférica, le proporciona el ángulo de visión necesario para esa crítica que, repito, no encontramos en otras voces contemporáneas en castellano? Pongo este ejemplo para sugerir que reducirse a los métodos filológicos tradicionales, en apariencia rigurosos, puede coartar la comprensión del alcance de los textos. No es esto decir que Martín Santos sea nacionalista vasco —su militancia en el partido socialista descarta esta posibilidad— pero sí que su excentricidad en la literatura española exige arriesgar nuevas líneas de investigación.
¿Qué grado de interés hay por la cultura vasca en los círculos académicos norteamericanos?
Creo prudente decir que hay un interés creciente dentro de espacios muy reducidos. Este interés es inseparable de la transformación en curso del hispanismo tradicional y su mutación a los Estudios Ibéricos, una transformación que encuentra los obstáculos típicos de todo cambio de paradigma, pero que gradualmente genera una mayor aceptación de los estudios vascos, sobre todo en el área de la literatura y de la cinematografía, trascendiendo por primera vez el interés antropológico o politológico. Estamos hablando de una apertura minoritaria y limitada, pero de signo positivo y con posibilidades de crecimiento.
La arquitectura política establecida por la Constitución de 1978 creó instancias políticas para el desarrollo de las llamadas “nacionalidades”. Sin embargo, 33 años después estamos instalados en un sistema de mutua desconfianza, con grave déficit en cuanto a cooperación y diálogo. (Tan es así que todavía hoy se polemiza sobre el uso de las lenguas en las cámaras legislativas.) A su juicio, ¿en qué hemos fallado?
La Transición se hizo con un sentido de la oportunidad y no desde convicciones inamovibles. Kant, en su ensayo Paz perpetua advierte que los tratados que se firman con la reserva de transgredirlos cuando se presente la ocasión no son vinculantes. La evolución de la política española desde 1978 muestra claramente una intención de limitar las concesiones al pluralismo una vez superada la emergencia del Estado con la legitimidad que otorgó el referéndum a una Constitución que reconocía la existencia de unas nacionalidades, que sin embargo no nombraba, e insinuaba un desarrollo que en la práctica se ha administrado cicateramente y a la baja. Peor aún, durante estas décadas los grandes partidos españoles y los medios de comunicación afines, que son la mayoría, han sostenido ininterrumpidamente una campaña contra la plurinacionalidad y las garantías que se derivan o deberían derivarse de este hecho.
La resistencia al empleo en las cámaras legislativas de las lenguas no castellanas pero no obstante españolas según la misma Constitución es mucho más que una falta de respeto a millones de ciudadanos y un ataque a la convivencia; es, para el sentido común, un ataque a la misma Constitución, porque, si esas lenguas son oficiales en sus ámbitos políticos respectivos, también deben de serlo en los espacios legislativos en que están representados los ciudadanos de estos ámbitos. Dicho de otra manera, las Cortes no son un espacio de la Comunidad Autónoma de Madrid sino un espacio de deliberación de un Estado compuesto de comunidades autónomas y de nacionalidades que tienen sus lenguas cooficiales reconocidas como tales en la Constitución. Pero vaya usted a decirle esto al Presidente de las Cortes o a los miembros del Tribunal Constitucional...
A este problema se añade ahora el de nuestra incardinación en la Europa unida del siglo XXI cuyo modelo de integración cultural está por definir. En su libro El postnacionalismo en el mapa global (de 2005) usted reflexiona sobre este aspecto y alerta contra el riesgo de que los estados-nación busquen su reforzamiento por vía identitaria como compensación a la pérdida de poder político.
No es un temor sino una constatación. ¿Qué cree usted que significan las presiones para la inclusión del español entre las lenguas de trabajo de la Unión Europea, o la batalla por la inclusión de la “ñ” en el teclado internacional de los ordenadores? ¿Qué otra justificación tiene el ennoblecimiento del entrenador de la selección española de fútbol? ¿O los ataques a la inmersión lingüística y a las líneas educativas en la lengua de las autonomías que la tienen distinta al castellano? ¿O en otro orden de cosas, la conversión de las corridas de toros en casus belli por todo tipo de personajes, incluidos, digamos etólogos, como Fernando Savater, que, ya en el puro delirio, las considera patrimonio de la humanidad? En este ambiente de creciente histeria nacionalista, ¿qué cooperación puede darse entre una mayoría que se considera la única nación legítima y unas minorías nacionales a las que se les exige que desaparezcan cuanto antes?
“La Transición se hizo con un sentido de la oportunidad y no desde convicciones inamovibles”.
Foto: Eusko Ikaskuntza (Joana Martínez).
Cambiando de escala. Pedimos a la superestructura europea y a los estados-nación que la integran que asuman su intrínseca complejidad. Pero esta exigencia nos obliga también a nosotros (habitantes de comunidades subestatales) a admitir otro tanto: puesto que llamamos Euskal Herria o Països Catalans a un rico entramado de identidades compartidas. ¿No corremos el riesgo de, por reacción, caer en las mismas simplificaciones que otras formas de unitarismo?
Es una cuestión de poder, pero también de honestidad intelectual. El progreso de una minoría oprimida en el orden que sea forzosamente habrá de hacerse a costa de la mayoría. Si una bota me aplasta, no es justo que el pie que calza esa bota me acuse de coartar su libertad de pisarme porque intento apartarlo. No es honesto que la mayoría se presente como minoría para recuperar terreno perdido y dejar las cosas donde estaban. Para que un discurso de mayoría minorizada tuviera visos de validez, Euskal Herria o los Países Catalanes deberían configurar un poder político efectivo. Pero estas son, como usted sabe, denominaciones censuradas incluso en algunas de las demarcaciones a las que refieren estos términos, que denotan federaciones expresamente prohibidas por la Constitución y celosamente impedidas por todo tipo de maniobras locales y estatales. O sea que ni estas entidades tienen realidad política ni sus componentes virtuales tienen poder. Todo lo más disponen de algunas competencias transferidas y al parecer revocables, porque hay políticos que exigen su revocación sin tapujos y otros que sin pedirla explícitamente han revocado ya unas cuantas por el procedimiento de armonizarlas con leyes estatales. ¿Y quién gobierna en estos espacios nacionalmente fragmentados? ¿Qué disposiciones lingüísticas se promueven en algunos de ellos? ¿Qué idioma domina en los grandes espacios sociales, en los medios de comunicación? ¿Quién y por qué promueve el anticatalanismo en Valencia y Baleares, el antieuskaldunismo en Navarra y en el propio Euskadi?
Finalmente, hay que tener en cuenta la escala de los fenómenos, como usted reconoce en su pregunta. Si se pide la asunción de su complejidad nacional a la UE o al Estado español, es porque la UE sería inviable sin esa complejidad. Como lo es en realidad el Estado español, si atendemos a su permanente guerra identitaria.
Ahora bien, ¿es necesario ampliar la exigencia de pluralidad en orden decreciente hasta la última aldea del último valle del Pirineo vasco? ¿O hasta el último componente en la subjetividad de un individuo? ¿Se siente usted más vasco que español? ¿Más navarro que vasco? ¿Menos navarro que español pero más que vasco? ¿Más donostiarra que vasco por sentirse en el fondo español? Las nuestras son ineluctablemente sociedades complejas, siempre lo fueron. Pero sepamos distinguir entre el andamiaje político del Estado y las realidades culturales autóctonas, que por serlo han de ser protegidas. Y evitemos regalar coartadas morales a las mayorías que empujan esas realidades hacia la extinción.
Ya para terminar. Reiteradamente usted ha defendido la importancia de los estudios de Humanidades, para los cuales no parece que hoy corran los mejores tiempos. Las Humanidades ¿son un lujo o una necesidad?
Creo que el dilema no hace justicia a la cuestión. Hasta bien entrado el siglo XX, las humanidades apenas tenían proyección universitaria. En el siglo XIX a las élites inglesas se las nutría con una dieta de clásicos —latín y griego— en el supuesto de que los clásicos aportaban a los futuros MPs los modelos retóricos y patrióticos que luego aplicarían en el Parlamento. Costó bastante introducir el estudio de la literatura inglesa en Oxford y Cambridge. Se consideraba una concesión populista a la clase obrera que accedía a las universidades públicas. Desde entonces hasta llegar a los estudios culturales como reacción al supuesto elitismo de Shakespeare o de Dickens, las humanidades han ido en continua expansión, hasta el punto que hoy se enseña cualquier cosa bajo el manto de la libertad académica y de la corrección política. Esta situación no es sostenible y nadie debe sorprenderse de que, sumada a la comercialización de la universidad, produzca titulaciones con un bajísimo valor de cambio social y un valor de uso aún más bajo. Esto forzosamente acaba traduciéndose en un déficit de matrícula.
Ahora bien, la tendencia a la especialización técnica, y la primacía de las carreras gerenciales, como los negocios o la politología, las profesionales, como el derecho o la medicina, o las nuevas formas de metafísica aplicada, como la economía, no deberían llevar consigo la pérdida de una enorme tradición de pensamiento no aplicado cuyo mantenimiento se ha vuelto tan complejo como el de las ciencias. No estoy afirmando que el nivel de exigencia sea el mismo en todas las disciplinas; sí digo que el rendimiento intelectual en las cimas de unas y otras es comparable. No voy a decir tampoco que una educación humanística sea condición indispensable para que la gente sea más humana, ni que las humanidades produzcan personas más sensibles o morales. Sí afirmo que la desatención a las humanidades puede provocar una nueva edad media en un ambiente de superstición tecnológica.
En resumen, pienso que las humanidades deberían estar en la base de todos los planes de estudio sin convertirse en especialidad excepto para una minoría vocacional sometida a criterios de preparación muy rigurosos. Es infame infligir cinco años de estudios en lingüística, filosofía o estudios literarios a quien solamente puede aspirar a dar clases de idioma en una academia; pero me parece igualmente bárbaro poner un diploma en la mano de abogados, jueces, médicos o economistas que jamás han reflexionado filosóficamente sobre los fundamentos de la ética o del derecho, sobre la definición y alcance de la noción de salud y la determinación de la enfermedad en tipologías que a veces no tienen en cuenta la percepción del sujeto o su relación con el medio social, incluida la misma institución médica. O políticos sin más conocimiento de la historia que los lugares comunes de la corrección política imperante.
Me parece igualmente bárbaro que la sociedad actual no pueda sostener el nivel de lectura que era normal para la clase media del siglo XIX, que el descenso del consumo de periódicos sólo pueda mitigarse encogiendo el texto a favor de los vitrales gráficos y reduciendo la exposición de los temas a cápsulas ideológicas de una simplicidad cada vez mayor. Lo cual no significa que las humanidades deban cultivar un elitismo esnob y suicida inventando idiolectos. Me refiero, claro está, al lenguaje peraltado y casi siempre vacío infligido por la pretenciosamente llamada “teoría”, una irresponsable burbuja logómana que durante décadas produjo enormes beneficios a una corte de los milagros académica y que pinchó con el escándalo Sokal, que suena a estafa y lo era.
Las humanidades son ciertamente un lujo, un lujo del que no podemos prescindir bajo pena de perder una memoria cultural que subtiende otros ámbitos del conocimiento. Aunque la especialización nos pone anteojeras, no debemos perder de vista la unidad de civilización y confiar en la emergencia de personas con la capacidad de síntesis necesaria para relacionar los grandes espacios epistemológicos entre sí. Otras tradiciones no humanistas están ahí, a la puerta, acechando el momento de ocupar el espacio evacuado por las humanidades, con consecuencias tal vez irreversibles. Pero si no podemos prescindir de las humanidades sin incoar una regresión de alcance incalculable, haríamos bien tratándolas sinceramente como el lujo que son en lugar de disfrazarlas del imperativo popular que no son. Las humanidades no pueden someterse al criterio de la productividad económica. Como un Picasso o como una escultura de Miguel Ángel, las humanidades valen lo que la sociedad quiera pagar por ellas. Pero si la sociedad decide pagar el precio que cuesta tenerlas de primer orden, tiene derecho a exigir rigor, innovación y una relación clara entre los valores epistemológicos y su aplicación pedagógica.
Bibliografía: Del hispanismo a los estudios ibéricos : una propuesta federativa para el ámbito cultural (2009) La vocació de modernitat de Barcelona. Auge i declivi d’una imatge urbana (2008) El post-nacionalisme en el mapa global (2005) Casa encantada : lugares de memoria en la España constitucional (1978-2004) (2005). Ed. After-Images of the City, coeditat amb Dieter Ingenschay (2003) Iberian Cities (2001) Disremembering the Dictatorship: The Politics of Memory since the Spanish Transition to Democracy (2000) El cadáver en la cocina. La novela policiaca en la cultura del desencanto (1997) Los usos del clásico (1991) Un sueño de piedra: Ensayo sobre la literatura del modernismo europeo (1990) La búsqueda del Grial (1988) Joan Ramon Resina (1956) Es Doctor en Literatura Comparada por la Universidad de California (Berkeley) y en Filología Inglesa por la Universidad de Barcelona. Actualmente imparte en la Universidad de Stanford, en California, dentro de los Departamentos de Culturas Ibéricas y Latinoamericanas y de Literatura Comparada. En el Instituto Freeman Spogli de Estudios Internacionales de la Universidad de Stanford dirige asimismo el Programa de Estudios Ibéricos. Figura de referencia en los estudios literarios europeos en Estados Unidos y prestigioso teórico cultural, Joan Ramon Resina es autor de una nutrida obra sobre Literatura, Modernidad y Estética en época contemporánea. Es además un fino analista sobre las realidades catalana, española y europea en este agitado comienzo del siglo XXI.