José María Setién. Obispo: Sueño con un pueblo en el que sus estructuras político-sociales sean el resultado del encuentro pacífico de todas las personas

2008-10-17

VELEZ DE MENDIZABAL AZKARRAGA, Josemari



Nuestro semanario Euskonews & Media cumple su décimo aniversario en 2008. Por ello y dentro de un programa de actividades más amplio, mensualmente y hasta diciembre iremos publicando una entrevista especial con un personaje significativo de la historia de nuestro país en los últimos años. Se trata del mejor regalo que podemos hacer a nuestros miles de lectores semanales.

Mientras el obispo José María Setién ocupó su cargo fue objeto de todo tipo de simpatías y rechazos. No fue uno de esos religiosos o intelectuales neutros. En la actualidad sigue siendo un referente vanguardista de la iglesia vasca.

Cuando usted empezó a estudiar en el Seminario, ¿se imaginaba que iba a convertirse en uno de los obispos clave de la historia de la Iglesia vasca? O, por lo menos, uno de los que más ha sido citado, junto con Añoveros y Mateo Mujika...

Yo no me imaginaba, en primer lugar, que hubiera de ser obispo y, evidentemente, si no me imaginaba que yo habría de ser obispo, tampoco me imaginaba que fuera un obispo. entre comillas, “famoso”, en el sentido que tiene esa palabra entre nosotros. Uno puede ser famoso por lo bueno o por lo malo. Bueno. Entonces, desde ese punto de vista, yo no había pensado semejante cosa, y yo no sé si, en el clima en que nosotros vivíamos en el Seminario, nadie pensara en que pudiera ser obispo. Para nosotros, en aquellas épocas, un obispo era una persona que... no sé, muy especial, completamente distante de lo que podíamos ser o podíamos aspirar a ser. Por tanto, yo sí que puedo decir que no pasó por mi mente nunca, mientras estuve en el Seminario, que hubiera de ser obispo.

Cuando yo fui al Seminario de Vitoria, tenía mis notas de bachillerato bastante... digamos sobresalientes. Me adecué bastante bien a los estudios del Seminario y, por tanto, no me fue difícil alcanzar un cierto nivel alto en el estudio. Lo cual hacía que, mirando al futuro, incluso con alguna palabra de algún sacerdote que era muy amigo mío, pensara en la posibilidad de que fuera profesor del Seminario o de algún otro centro. Más estaban mis previsiones en función de una actividad de tipo docente, en los distintos niveles en los que también después se desarrolló, porque tampoco yo pensaba nunca, siendo estudiante, que hubiera de ir a Salamanca a ser profesor de la Universidad Pontificia.

Coincidió usted en el Seminario de Vitoria con otros profesores que luego han sido significados en la propia Iglesia vasca. Me refiero a José María Cirarda, a Luis Maria Larrea y a Ángel Sukia. ¿Qué opinión tiene de cada uno de ellos, si no le importa?

Es un poco arriesgado el dar una opinión. Sobre todo, hay que tener en cuenta que las responsabilidades que tuvieron cada uno de esos obispos fueron bastante distintas. Cirarda, que es el primero que has citado, fue profesor mío. Yo tuve mucha relación con él, tanto cuando actuaba él como profesor como cuando después fuimos colaboradores, más bien compañeros, en el trabajo. Y yo a este Cirarda lo vi desde la perspectiva de una época en la que tuvo que bandearse como pudo, siendo obispo de Santander y a la vez administrador apostólico de Bilbao. Y eso fue en años de gran dureza de los atentados de ETA. El estaba allí, como obispo de Santander, como administrador apostólico de Bilbao, con los conflictos que hubo, que después se manifestaron también en relación con Añoveros, al que también antes te referías. Y, claro, su reacción fue completamente distinta, porque su problemática era distinta, a la de un Ángel Sukia, que fue Obispo, en una época en la que, todavía estábamos en época del franquismo, y luego Presidente de la Conferencia Episcopal Española. Comparar a los dos, a mí se me hace muy difícil. ¿Qué es lo que hubiera hecho Cirarda de Presidente de la Conferencia Episcopal y qué es lo que hubiera tenido que hacer Sukia como obispo administrador apostólico de Bilbao? Tampoco lo sé. Y sobre el tercero, Luis María Larrea, ya sabemos que era una persona, desde ese punto de vista de influencia pública, bastante distinto de los otros dos. O sea, que los tres son distintos, están ante situaciones muy diferentes y el hacer juicios de unos y de otros... y no se trata de evadir la cuestión, sería equivocado, ya que para comparar a dos personas hay que verlas actuando en las mismas o semejantes situaciones. Lo demás, son suposiciones.

Los tres obispos mencionados, junto a José María Setién, forman un póquer de ases, que en un momento determinado están en el Seminario de Vitoria-Gasteiz y que yo creo que elevan el nivel del mismo a lo mejor que había en aquella época en España.

Hasta cierto punto, sí. Pero quiero decir que ese Seminario de Vitoria —en el que están Cirarda, Setién, Larrea y Sukia de profesores, Sukia y Larrea después de rectores, y todos más tarde nombrados obispos...— no nació de la nada. Lo que no cabe duda es que en él hubo unas personas de una gran altura y, por citar un par de nombres, tales como don José Miguel de Barandiaran y don Manuel Lekuona. Aquellos tuvieron una preocupación intelectual grande. Y hubo también otra persona, que fue don José Zunzunegi, profesor de Historia de la Iglesia y bibliotecario del Seminario de Vitoria, que potenció mucho la altura académica del Seminario con vistas a crear una Facultad de teología allí. Fue promotor de todo aquel esfuerzo desde su condición de prefecto de estudios del Seminario. Por eso, nosotros entramos en algo que tenía una dinámica previa. Nosotros nos incorporamos a un movimiento ya existente. La biblioteca del Seminario, que era de las más importantes de los Seminarios españoles, si no la más importante, no se hizo de la noche a la mañana. Yo mismo fui al Seminario de Vitoria como profesor porque don José Zunzunegi pensaba que podía serlo en la Facultad que se hubiera de crear y que después efectivamente se creó. Todo ello pudo influir en que yo fuera a estudiar a Roma.

Sí, también había estado de profesor Antonio Pildain. En el Seminario evidentemente había un ‘humus’ que posibilitaba todo eso.

Y, sobre todo, yo incidiría en la importancia que se le daba al estudio, evidentemente en los niveles de la formación general de los cursos de Filosofía y de Teología. También la formación espiritual era muy cuidada.

Fue una pena que la diócesis de Vitoria se dividiera...

Ahí hay que distinguir dos cosas: una sería la de las motivaciones y, otra distinta, el problema objetivo. No cabe duda de que la división de la Diócesis de Vitoria tuvo unas connotaciones políticas claras. Y eso no es una suposición, sino que tiene un fundamento muy claro. Si, efectivamente, lo que antes eran la diócesis de Vitoria, San Sebastián y Bilbao, eran la única diócesis de Vitoria y estaban unidas, por algo estarían unidas. De hecho, eran una circunscripción territorial que tenía una unidad. Cuando se hace la división, no solamente se hace una división que afecta a lo que era la diócesis de Vitoria, sino que de esa división salen otras dos nuevas, por tanto son tres diócesis, que se incorporan a provincias eclesiásticas diferentes. Cosa que no era coherente con la unidad anterior.

La provincia eclesiástica es un conjunto de diócesis bajo la prioridad del arzobispo metropolitano que, de alguna manera, está en la cabeza de esas diócesis. La provincia eclesiástica tiene que plantearse problemas comunes. En ese sentido, es evidente que la diócesis de Vitoria, junto con las nuevas diócesis de San Sebastián y Bilbao, tenían unas exigencias de unidad evidentes. Por tanto, si había que hacer una provincia eclesiástica nueva, lo normal hubiera sido que hubiera mantenido a estas tres diócesis juntas. Y más aún, si la archidiócesis había de ser Pamplona. Pero de ésta dependerá, tras la división, solamente San Sebastián, que así quedará separada de Vitoria y de Bilbao. Lo que quiere decir que en la división había una clara intencionalidad política.

Pero, por otra parte, nadie puede negar que la diócesis de Vitoria, tal como existía entonces, era ya demasiada diócesis para que pudiera estar bajo el cuidado pastoral, bajo la dependencia, de un único obispo. No hay que olvidar lo que era Bilbao, lo que era San Sebastián y lo que era Álava. Pensar que el obispo de Álava pudiera ser el único obispo de las tres... La división se veía que era necesaria objetivamente y no cabe duda de que el hecho de que las diócesis de Bilbao y de San Sebastián fueran dos diócesis segregadas de la antigua diócesis de Vitoria, era un bien objetivo claro. Por eso, yo distingo entre lo que pudo ser ese bien objetivo de la división y la intencionalidad que se ponía de manifiesto en aquella “separación” de estas diócesis en lo que habría de ser la pertenencia a provincias eclesiásticas diferentes. Claro, también es verdad que aquella intencionalidad no quedaba ahí. Lo que llevó a separar las tres diócesis, se pondrá de manifiesto en el modo de interpretar, desde un punto de vista político, las actuaciones que en cada una de estas diócesis y en su actuación conjunta se hubieran de dar.

Antes hemos hablado de ese ‘humus’ y evidentemente en el Seminario de Vitoria había materia prima. Hay que ver la situación en la que estaban entonces los Seminarios. En la época de los años cincuenta habría unos 800-900 alumnos en el Seminario de Vitoria, con un plantel de profesores y alumnos potente. Ahí surge un grupo con Abaitua, Alberdi y Setién, que comienza a hacer Doctrina Social, de gran interés en aquellos momentos y que después de casi cincuenta años aquello sigue vivo.

Estando de acuerdo, voy a decir lo mismo que decía antes y es que tampoco ese grupo salió de la nada. El 'humus' al que te referías tenía unas referencias personales muy concretas y, concretamente, es una persona que está muy unida a Mondragón, al movimiento cooperativista y, sobre todo, a los estudios de filosofía social...

Don Gregorio Rodríguez de Yurre...

Claro, claro, don Gregorio. Rodríguez de Yurre tuvo, por lo menos en mí, una influencia importante. En sus cursos de filosofía social, que dábamos en el tercer curso de filosofía, es decir el octavo año de carrera de los doce que la configuraban, él nos hablaba de la sociedad, de los sistemas sociales, de las derivaciones del liberalismo, de las derivaciones del totalitarismo, del totalitarismo alemán, y junto con él del fascismo y en conexión con eso también estaba el franquismo, que estaba en vigor.

Allí hubo, por lo tanto, un germen y también unas orientaciones fundamentales muy importantes. Por otra parte, Ricardo Alberdi vino al Seminario de Vitoria, pero de unos ambientes más de tipo social, sindical, obrero, de ética económica, etc. Y en la misma Vitoria estaba Carlos Abaitua, cuya vocación por la creación de “obras” de tipo social era evidente. Los tres nos relacionamos entonces bastante, aunque no con la concreción que progresivamente iba a tener aquella forma de relación, y que se manifestó especialmente, —lo cual nos dio nombre— en aquél comentario de la primera parte de la Enciclica Mater et Magistra, del Papa Juan XXIII sobre el orden económico-social. Lo escribimos Setién, Abaitua y Alberdi o, si se quiere, Abaitua, Alberdi y Setién, y digo este orden recordando el esquema del libro. Eso hizo que efectivamente los tres trabajáramos juntos, pero teniendo en cuenta que uno, Ricardo estaba ya cuando salió del Seminario, habitualmente en Madrid y San Sebastián, y Carlos Abaitua, en Vitoria, pero dedicado a las actividades no del tipo doctrinal, sino al Secretariado social, a las residencias obreras, etc., y yo estaba metido en el Seminario, del que salía para dar charlas y conferencias. Luego, no muy tarde, a partir del año 61-62, trabajaba en la Universidad Pontificia de Salamanca. Había, pues, una coincidencia, pero no en el sentido de que pudiera decirse que formábamos un grupo cerrado.

Yo quería decir que aquella doctrina es válida hoy en día...

No solamente es válida, sino que es actual y quiero decir, y no es por rectificarte, que no solo es una doctrina verdadera sino que tiene, además, actualidad, no solamente en relación con el problema político de la violencia sino también en relación con los problemas económico-sociales. Es actual y pienso que en el futuro la problemática no va a ser más sencilla. A mí ya me hubiera gustado que en estos momentos pudiéramos tener los tres la juventud que entonces teníamos; estar los tres juntos, cada uno con su propia experiencia, para tratar de enfrentarnos con el tema de la globalización, que ciertamente es un fenómeno socio-cultural, pero que tiene también unas dimensiones económicas evidentes, y, por tanto, éticas, fundamentales.

Hemos tocado el tema de aquellas primeras publicaciones y a mí, que soy un modesto seguidor de José María Setién, y que me he leído algo de sus trabajos... me entusiasma su bibliografía, es decir, su producción, que ha sabido unir los conceptos básicos del cristianismo con el respeto a las personas. Es algo que tengo que resaltar delante de usted. Siempre me ha parecido sobresaliente...

Y yo me alegro mucho [Risa]. Me alegro mucho, porque me parece que es una recta interpretación de José María Setién. Yo lo que creo es que la Doctrina Social de la Iglesia tiene algo particularmente válido a pesar de toda la evolución progresiva que esa doctrina ha tenido fundamentalmente desde León XIII. Porque también antes hubo una Doctrina Social de la Iglesia, pero no de tal manera sintetizada como con la Rerum Novarum, una doctrina que está apoyada en la defensa de la persona humana. Es su apoyo en la afirmación de la persona humana, expresada en términos de “centralidad” de esa persona, como fundamento de la creación del orden social. Un orden social que, en su servicio a esa persona, tuvo en el Concilio Vaticano II su afirmación, en la Constitución Gaudium et Spes., que decía que el hombre es la única realidad que ha sido creada y amada por Dios, por sí misma. Lo cual quiere decir que todo el conjunto de realidades sociales, sean de relaciones interpersonales o sean relaciones con la naturaleza, están en función de esa persona que vale por sí misma y de tal manera vale por sí misma que no puede ser utilizada como un instrumento al servicio de los demás. Y eso, automáticamente, da consistencia a un sistema filosófico-político que está centrado en la persona.

Y yo creo que es en esto, en la prioridad para la elaboración de la Doctrina Social, dada a la persona, en lo que se basa también la declaración del año 1948, sobre los Derechos Humanos, de las Naciones Unidas Esa Declaración fue previa a la Enciclica Pacem in Terris, de Juan XXIII, donde él hace un estudio acerca de la paz, a partir de los derechos humanos que están fundamentados en la dignidad de la persona humana. En ese sentido hay que decir también que el pensamiento de la Doctrina Social de la Iglesia no es algo que surge espontáneamente de la misma Iglesia, sino que antes de hacer Juan XXIII la encíclica al servicio de la paz estaba también esa otra declaración que es asumida por la misma doctrina de Juan XXIII en su encíclica. Por tanto, yo entiendo que eso tiene su consistencia.

Los derechos humanos, obviamente, están por encima de toda ideología... política, y, también religiosa.

Bueno. Lo que pasa es que el término ideología es un poco equívoco, porque incluso hay quien sostiene que también la Doctrina Social de la Iglesia de alguna manera es ideológica, pero sin embargo la fe no. La ideología supone unas afirmaciones, más o menos racionales, fundamentales, a partir de la cuales se trata de dar una explicación coherente con esa ideología, a los acontecimientos político-sociales. Y no solamente eso, sino que han de servir para fundamentar la influencia que sobre esos acontecimientos han de tener el trabajo individual y el colectivo de las personas, para que se logren los objetivos fijados por esa ideología. En ese sentido, yo no tengo dificultad en reconocer que efectivamente algo o mucho de ideología hay en la Doctrina Social de la Iglesia. Pero, otra cosa sería confundir la Doctrina Social de la Iglesia con la fe de la Iglesia. La fe puede estar en el fundamento de las bases de un desarrollo posterior, llamemos ideológico, de su Doctrina Social. Y si se quiere, cabría decir también que la dependencia de la doctrina elaborada a partir de una verdad, que fuera su fundamento ideológico, puesto en este caso por la fe, sería la afirmación de la dignidad de la persona por encima de todo. Habría que decir, por tanto, que lo que está por encima es la fe que afirma la dignidad de la persona humana, y no la ideología que deriva de esa afirmación. Pero, como digo, quizás para entender bien ese planteamiento, habría que decir, cosa que no es fácilmente aceptada, que la fe es una opción pero no una ideología. La fe no puede confundirse con un conjunto de principios o afirmaciones doctrinales que constituyen una especie de marco global dentro del cual hay que meter todo: el progreso humano, la individualidad de la persona humana, las relaciones sociales... Toda esa complejidad propia de la ideología no se puede buscar en la fe… Afortunadamente.

Yo me encuentro, la verdad, un poco acoquinado delante de todo un monseñor hablando en estos términos. Pero, como cristiano, a mí me parece que la fe es un estado de crisis permanente en la persona. ¿Es así?

Una cosa es la crisis de la fe y otra la crisis de la persona ante la fe. De mí dicen que soy rebuscado en el momento de utilizar las palabras adecuadas para decir las cosas. Yo respondo que cuando hablo con una persona lo que pretendo es entenderme con ella y que si utilizamos la misma palabra, cada uno de nosotros pongamos el mismo contenido en esa palabra. Porque si no es así, no nos entenderemos.

Sí... así es...

En ese sentido, soy amigo de precisar. Evidentemente, lo que no cabe duda, y este es un tema de gran repercusión en todo lo que yo he podido decir o hacer, la fe no es separable de la persona, como decíamos antes, y la persona no es separable de la convivencia social. En la medida en que el conjunto de circunstancias político-sociales están influyendo en una persona, esa persona tiene posibilidades, necesidades, urgencias, problemas, dificultades nuevas, Entonces, el intento de aplicar ese principio fundamental de que la fe afirma la dignidad de una persona, que se manifiesta en el reconocimiento de sus derechos humanos, tiene que plantear el discernimiento o la crisis de ver cómo todo eso se hace en una sociedad que está cambiando permanentemente.

Por poner un ejemplo y saliéndonos un tanto de los temas de nuestra reflexión, podemos hablar del mismo concepto de Estado. Basta ver todo lo que trae consigo afirmar si Euskadi es un Estado, si ha de ser soberana, si tiene un derecho absoluto... Bueno. Todo esto, en el siglo XVII, cuando se iba elaborando ese concepto de lo que era el Estado, tenía unas connotaciones completamente distintas de las que tiene actualmente. Porque, si nos ponemos a analizar las cosas a fondo, vamos a poder decir que estos Estados europeos no son los Estados de Norte América y esos Estados de Norte América no son los de la Confederación de Estados de Suiza, y, por tanto, tampoco son el Estado de la soberanía que habría de ser la que definiera lo que es el Estado y que empieza a resquebrajarse. Cuando aplicamos ese concepto lo aplicamos a Suiza, lo aplicamos a Norte América, lo aplicamos a los Estados europeos, y también a estos Estados europeos que estando fuera de la Unión Europea, son dueños de sí mismos. Y, sin embargo, hay una Unión Europea que, en la medida en que pretendía dar un contenido político a esa Unión, definido a la manera de una Constitución, hay algunos, como los franceses —y los ingleses, desde luego, no sé lo que hubieran dicho o lo que dirían— que dicen que esa realidad política no puede entenderse así tratándose de la Unión Europea. De lo contrario estaríamos haciendo de la Unión Europea un Estado y sus miembros dejarían de ser tales Estados. Después se busca la solución a ese problema, quitando todo aquello que hablando de Constitución puede sugerir una Unión Europea como si fuera un gran Estado. Pero los problemas de contenido están ahí, independientemente de las palabras que utilicemos.

Vamos a hablar ahora de la crisis...

Sí.

¿Existe una crisis de fe?

Hombre, claro. Es una crisis de fe no solamente en cuanto al modo de actuar desde la fe sobre las realidades temporales. Existe también una crisis de fe en la medida en que la misma comprensión de esas realidades temporales puede llevarnos a una dificultad en la comprensión de lo que es la fe y de los fundamentos de la misma fe. Por tanto ese es otro aspecto de la crisis. No es una crisis de lo que hay que hacer en relación con el orden social o político, sino que afecta a la posición que un creyente adopta ante las nuevas coordenadas culturales en las cuales, por el progreso científico y por otras razones, también ideológicas, tiene de la misma comprensión de la fe. La comprensión misma de la fe puede ser objeto de crisis.

¿Y la crisis de la fe está relacionada con la crisis de la Iglesia?

Si no lo estuviera, evidentemente, ni la Iglesia sería una comunidad de fe ni la fe sería una verdadera fe. Si estamos diciendo que la fe entra en crisis o puede entrar en crisis más o menos profunda con los cambios socio-culturales y por otra parte decimos que la Iglesia es una comunidad de creyentes, esos creyentes que creen que están en crisis hacen que la Iglesia tenga también que estar en crisis. Porque si no, la Iglesia no sería la comunidad de los creyentes, sería otra cosa distinta que nada tendría que ver con la fe. Lo cual sería peor todavía.

Claro que sería peor...

[Risa].

Pero, ¿podría darse?

Yo creo que no en su totalidad. Porque creo que en la Iglesia permanecerá siempre una fidelidad fundamental. Yo no digo en qué tanto por ciento, pero sí una fidelidad fundamental en lo que ella tiene que ser, que es una comunidad de fe. Entiendo que la Iglesia viva internamente esa crisis de fe. Pero lo que no entendería sería que si los creyentes están en crisis de fe, la Iglesia esté al margen de esa crisis de los creyentes. Eso no tiene sentido.

Viendo cómo está la actual situación de la Iglesia vasca, como cristiano de a pie y como feligrés, a mí me da la impresión de que estamos en un auténtico agujero ‘logístico’. Ya no tenemos soldados de la Iglesia, nuestras Iglesias están ‘llenas’ de personas mayores, los jóvenes no se acercan, el discurso que se oye en las Iglesias tampoco se renueva... La jerarquía eclesial lo tiene muy difícil, porque de donde no hay no se puede sacar. ¿Cómo ve el panorama de nuestra Iglesia a corto plazo?

En primer lugar, yo trato de verlo en paz y con serenidad y, para ello, un apoyo doble. Por una parte, creo en el evangelio, en el cual se apoya la fe. La promesa de continuidad en el anuncio del evangelio, que es lo propio de la Iglesia, yo creo que se mantendrá. Mejor o peor, pero se dará. Pero, por otra parte, mirando a la historia, cabría preguntar: ¿es que alguna vez ha sido de otra manera?. El problema lo tuvimos en los primeros siglos de la Iglesia, hasta la Paz de Constantino. Después, con Constantino, no se resolvieron los problemas, sino que se plantearon otros: el problema de la relación de la Iglesia con el poder al que se quiere poner al servicio de los intereses de la Iglesia. Pero luego se plantea otro problema muy grave también cuando ese poder se pone en contra de la Iglesia. Y ahí está la Edad Media, llena de líos y de discusiones entre el poder espiritual y el poder temporal. Y eso, visto en general, sin entrar en concreciones más precisas.

Todo ello no afecta solamente a la organización de la Iglesia. Afecta también a la misma manera de entender el contenido de la fe. No debemos olvidar tampoco las herejías fundamentales de los siglos III y IV. Lo que creo es que no se plantea bien el problema cuando la crisis de la Iglesia se separa de otra crisis más profunda, que es la crisis de la fe. No podremos resolver el problema de la crisis de la Iglesia si no tratamos de ayudar a superar la crisis de la fe de los que hacemos la Iglesia. Para mí es ciertamente grave el problema de la adhesión a la Iglesia, pero me parece más grave el problema de la falta de adhesión a la fe que nos tiene que sostener a cuantos somos miembros de la Iglesia.

Claro. En realidad, cuando se hacen las encuestas sobre si hay muchos creyentes o no, a partir de la adhesión mayor o menor a la Iglesia, ahí se está planteando el gran problema de cómo puede ser creyente un hombre del siglo XXI, teniendo en cuenta el cambio de mentalidad que el progreso científico, la secularización, con todas sus manifestaciones (la secularización de la sociedad, la secularización de la política, la secularización del problema fundamental de la existencia del hombre,..) ha producido. Esos son los problemas. Hay una institución que tiene que tratar de defender esa fe cristiana, la fe católica, con todas las debilidades que esa misma institución pueda tener. Sí. Pero no resolveremos el problema de la Iglesia si no nos esforzamos en resolver el problema de los creyentes. La Iglesia en estos momentos tiene que hacer grandes esfuerzos para ayudar a creer, y no solamente ayudar a creer en Jesucristo, sino a creer en Dios. Pero también es verdad que una presentación adecuada de Jesús nos ayudará a tener una idea de Dios que hará más fácil creer en él, que no una idea meramente estereotipada y sin vida de Dios, que no es fácilmente asumible desde esos planteamientos propios de una sociedad secularizada. Suponiendo que se hace bien esa distinción, ¿qué es lo que tiene que hacer la Iglesia? Asegurar la presentación de un evangelio en el cual la imagen de Dios sea más perceptible y asumible en esta sociedad secularizada. Eso está mucho más en el fondo que todas las modificaciones institucionales, y los cambios organizativos que pudiéramos hacer.

La actualización de ese evangelio, que en mi opinión es una asignatura que hay que abordarla, puede ser difícil desde la actual estructura de la Iglesia.

Una cosa es la estructura de la Iglesia, y otra cosa son las personas que están al frente de la estructura de la Iglesia. Cuando a mi me dicen “Y usted ¿qué piensa acerca de la estructura de la Iglesia, porque esto y lo otro y tal...?” “Yo digo: mire usted, esa Iglesia que me está describiendo no es la Iglesia que yo he conocido cuando he sido obispo de San Sebastián. La Iglesia admite una pluralidad de formas de actuación que posibilitan o dificultan de manera también distinta en esa pluralidad, hacer el esfuerzo por facilitar o dificultar el acceso a la fe. Y, en ese sentido, ya no estamos ante un problema de estructuras. Es un problema de personas que están al frente de esas estructuras; unas personas pondrán más dificultades y otras pondrán menos. Eso es evidente. Pero, pensar que un cambio de estructuras de la Iglesia, sea en la línea en que fuere, pueda resolver el problema de la fe de los cristianos, me parece que es una equivocación. Y si el planteamiento es equivocado no podremos esperar mucho al tratar de darle la adecuada solución.

Me tranquilizaría un poco pensar que el problema no es tanto de la estructura, como de las personas que están al frente de la misma....

Claro y, en ese sentido, a mi juicio, hay que tener en cuenta también que no todos los creyentes lo son de la misma manera. Una palabra que puede iluminar a unos, puede escandalizar a otros y, desde ese punto de vista, hay que proceder con cautela en el momento de hacer la presentación de las ideas y los contenidos fundamentales de la fe cristiana, para no escandalizar a la gente. Porque, de lo contrario, cabría decir: “Y lo que hemos dicho hasta ahora ¿no es verdad?” “Pues sí, es verdad. Pero no tal como lo entiende usted”. Entonces, “¿qué queda de la verdad?” “Pues, algo que se dice de otra manera, y que habría que tratar de entender”. Y todo eso no es problema directamente de si hay jefes o no. Porque lo fundamental en la Iglesia no son los jefes, sino los rasos, los cristianos.

Ya.

Ese es el problema. Y pretender resolverlo a base de ejércitos de sacerdotes que traten de convertir o ayudar a que los cristianos sigan siendo creyentes sin que haya un esfuerzo de comprensión del mensaje que se va a transmitir a esa gente, sería deformador y, al final, en lugar de tener una Iglesia para todos, tendríamos unas sectas que entre sí se arreglarían mejor o peor.

¿Ve capacidad actualmente en los rasos para esa actualización, ese ‘aggiornamento’ del evangelio?

Yo creo que sí. Pero tampoco se puede pensar que si uno, para ser un buen cura, tenía que pasar antes doce años en el Seminario y, además, para ser profesor de los que habían de ser sacerdotes, debía ir a la universidad, pensar ahora que por unas sencillas ayudas escritas y con unos cursillos previos, se pueda convertir al pueblo cristiano en educador de la fe en el evangelio, no tiene mucho sentido. Es difícil. Y, por eso, el problema radica en educar de tal manera a esas personas, a los “soldados” catequistas, para que sean fieles a la transmisión del mensaje del evangelio. Y eso es costoso. ¿Por qué lo vamos a negar? Por ello, el problema no puede reducirse a si hay curas o no los hay, sino que es un problema de comprensión y transmisión de un evangelio creíble en la época en la que estamos viviendo.

A mí siempre me ha gustado la imagen del último acto de Jesús, cuando está rodeado por lo apóstoles, cenando alrededor de una mesa. Me ha parecido siempre que la mesa, como ésta en que nos encontramos, donde nos miramos a los ojos, donde estamos hablando uno en frente del otro, donde nos vemos las caras, es una de las mejores maneras para resolver las crisis y los problemas. Pienso que, y lo digo otra vez desde mi óptica de cristiano practicante, cuando me acerco a la eucaristía, me encuentro como que se me impone algo, que no se me deja plantear mi propia inquietud, mi propia duda. Más me gustaría sentarme alrededor de una mesa...

Tienes toda la razón. Si la mesa hace referencia a un diálogo de creyentes, ella ha de tener su adecuada dimensión. Pero si esa mesa hace referencia a un encuentro de “celebrantes”, ha de ser otra cosa distinta. Yo creo que en la Iglesia hay lugares suficientes, incluso para un clima religioso de comunicación, y de encuentros dialogantes, en los cuales la única exigencia fuera la voluntad de ser fieles al evangelio. Y, por eso, uno puede hablar, expresar sus opiniones distintas a las de otros, etc., con tal de que haya una acogida mutua fundamental. Pero ese encuentro de comunicación de inquietudes, etc., no puede ignorar que la Iglesia tampoco debe reducirse a ser una mera multiplicación de grupos pequeños.

Una de las cosas que no conseguí en mis 28 años de obispo en San Sebastián, fue hacer que la iglesia catedral fuera el lugar de encuentro en el que se significara la presencia de todos los grupos que querían ser cristianos, manifestando que la participación en la totalidad de la Iglesia la celebrábamos juntos. Esa totalidad no pueden ser 15 personas, no pueden ser 100. Una diócesis como Gipuzkoa, que no es muy grande pero que tiene cerca de 700.000 habitantes, necesita también unos espacios y unas celebraciones que signifiquen la comunidad de pertenencia, la profesión de la fe común, que se realiza en torno a la Eucaristía. Lo que quiero decir es que tiene que haber una cosa y otra. Si la única manera de encontrarse con la Iglesia fuera “su” misa de las 6 o “su” misa de las 7 y media, ese sería, en verdad, un modo de encuentro con ella. Pero unas personas con inquietudes tienen también la posibilidad de encontrarse en torno a una mesa, con celebración o sin celebración, para plantear el problema de su fe. En la medida en que ese problema busca allí su solución, ese encuentro bien en la eucaristía de la Catedral o ese encuentro de la eucaristía en un pueblecito cual puede ser el barrio más pequeño de Ataun… también ese encuentro sería un encuentro con la Iglesia.

¿En San Gregorio...?

No, hay otro más pequeño todavía. Creo que es Aia En fin, quiero decir que esos encuentros siendo distintos, son también útiles y significativos. No trato de ser condescendiente, porque con eso no se arregla nada. Pero lo que sí pretendo es no ignorar la pluralidad de manifestaciones en las cuales uno puede sentirse miembro de la Iglesia. Ya que no cabe duda que hay múltiples actividades de Iglesia, como pueden ser las diversas actividades de Caritas, el Secretariado Social, los grupos juveniles, los grupos de oración…, que exigen formas distintas de reunirse, dentro de la Iglesia. Son actividades para las cuales los laicos han de estar capacitados, así como también para otras cuya finalidad sea la de ayudar directamente a los presbíteros o incluso para sustituirlos.

Soy partidario de no empobrecer o limitar indebidamente el contenido de la pertenencia a la Iglesia. Ahora, volviendo al tema del que hablábamos antes y del que nos hemos desviado, una de las mayores manifestaciones de la pobreza de la Iglesia, lo he dicho muchas veces, es la de no poder disponer de más gente que quiera dedicar su vida y su tiempo al estudio, a fin de que todos esos problemas que son prácticos pero que también son problemas doctrinales, sean objeto del estudio y de la profundización por parte de teólogos que sepan lo que se traen entre manos, como aquellos que hicieron posible el Concilio Vaticano II. Ahora mucha gente dice “¿y por qué la Iglesia no convoca un Concilio Vaticano III?” Mi respuesta es “¿para qué?” “¿Para reformar las estructuras?”. Si no fuera para eso solo, sino también para ver cómo se hace más operativa la presencia en el mundo del mensaje del evangelio, ese Concilio tendría su razón de ser. Pero los que hubieran de ir allí, no habrían de ser solamente obispos. Porque el Concilio lo hacen los obispos pero también los teólogos que acompañan a los obispos. Pero pregunto: “¿Y esos teólogos dónde están?”. En ese sentido entiendo que el problema de la Iglesia no es cuestión solamente de laicos o clérigos, sino que es un problema de ahondar en la fe y en el sentido que pueda tener el hecho de creer en este momento en el que vivimos.

Don José María, no sé si usted sueña con alguna Iglesia modelo que le gustaría tener en este año 2008...

Yo soñé, siendo obispo, en lo que podía ser la diócesis de San Sebastián. Y ahora, si me pongo a soñar despierto sobre lo que me gustaría que fuera ella, sería una Iglesia que recogiera todos esos planteamientos que venimos haciendo. Quisiera que fuera una Iglesia en la que se hiciera un intento por comprender primeramente cuál es la verdadera naturaleza de una Iglesia que es más que unas estructuras, una Iglesia que es más que el cristiano de buena voluntad que ha bautizado a sus hijos y que después tiene una presencia mayor o menor en las celebraciones.

Que fuera una Iglesia en la que la imagen de Jesús, que en la última cena limpia los pies a los apóstoles, valga en la medida en que es expresión de algo real. Yo todos los Jueves Santos limpiaba los pies en la Catedral, repitiendo el gesto de Jesús. Pero ese gesto mío era bastante distinto que el contenido que debía tener en las palabras de Jesús.

Yo estoy persuadido de que la Iglesia debe de amar de manera visible a las personas. La Iglesia no debe ser indiferente a los problemas económicos, culturales, políticos, sociales de la gente Y debe enviar cooperantes a los países pobres. Todo eso hay que hacerlo, pero con una vinculación consciente y que es necesario renovar permanentemente, que es la que algunos llaman la dimensión mística de la fe, es decir, la dimensión vertical que necesariamente ha de implicar la fe.

El problema está en ver cómo efectivamente se puede hacer que las personas que están comprometidas, incluso en los compromisos para hacer una convivencia humana más justa, más conforme a los derechos humanos, más fraternal, lo hagan por algo que no deriva de una exigencia puramente horizontal, es decir, de una humanitaria afirmación de la dignidad de la persona, sino que al mismo tiempo tenga una dimensión vertical que haga que esas relaciones horizontales de amor, de servicio, tengan una razón, un contenido y una vocación, que es la vocación a la trascendencia. O sea, uniendo lo temporal con lo trascendente. Si de Setién solamente se fijan en que se preocupa de las cosas políticas y no en lo que dice desde la fe, cuando proclama que “la fe exige también que se ame a los enemigos”, esa no es la verdad de Setién. Si se me contesta que “resulta que los enemigos son aquellos que nos hacen daño” y, por ello, no aceptamos lo que él dice, eso no puede menos de desfigurar el evangelio. El problema está en llegar a descubrir cuál es la totalidad de una existencia cristiana que, sin olvidarse de Dios, se preocupa de lo temporal. Y que al preocuparse de lo temporal, no cree que la realidad integral de las cosas se agote ahí, en su temporalidad, sino que ella ha de tener un sentido, una finalidad, una apertura a lo trascendente.

En algún sitio he leído la definición de fe como una postura poética eficaz. Creo que va un poco en consonancia con ese verticalismo que es algo inaprensible, que es como la poesía, que irradia, imposible de asir...

Yo no soy particularmente amigo de la poesía. [Risa]. Quiero decir que no he entendido lo que quiere decir. Entiendo sí, lo que puede ser una utopía eficaz, o sea, lo que pueda ser la aspiración a la realización posible de una utopía. Hay otra expresión que a mí me parece mucho más rica, que es pretender actuar sin renunciar a la dimensión fundamental que en la vida humana ha de ser su sentido.

Al final, me pregunto, y a esta pregunta le doy muchas vueltas y la planteo con frecuencia, ¿cuál puede ser la razón de que la persona haya de ser valorada siempre como la medida de todas las cosas? Esta pregunta viene ya desde muy atrás ¿Cuál ha de ser la referencia para saber si efectivamente se hace el bien o se actúa equivocadamente? Esa referencia que nosotros ponemos en la persona ¿dónde adquiere su consistencia? Recuerdo una conferencia que di en un curso de la Universidad de verano, en San Sebastián, sobre los valores humanos. Afirmé, no sé si gustó o no pero lo dije: “El hombre tiene un auténtico valor porque depende de otra realidad distinta de sí mismo, que es el valor fundamental al que llamamos Dios. Si el hombre no depende de Dios, será una criatura más o menos perfecta, pero no sé por qué haya de tener el valor absoluto que le queremos dar, si ese carácter absoluto ha de provenir de su pura relatividad”.

El problema está en saber si la persona, por su vinculación a algo trascendente a ella misma, adquiere un valor que le derive de esa su vinculación a la trascendencia. Y de no ser así, de dónde puede provenirle. Eso parece que es pura filosofía, pero no es así. Al final, si perdemos el sentido de la totalidad, los problemas del hombre los dividimos. Lo que es muy propio de la logística. El hombre ¿qué tiene? ¿que necesita? ¿Salud? ¿Dinero? ¡Claro! Y por ello hemos de tener una Osakidetza, una economía consolidada, por lo qué será necesario asegurar un Ministerio que se haga cargo de ella. En estos momentos existe un riesgo grave de que el hombre, insensatamente, destroce la naturaleza. Hagamos un, Ministerio de medio ambiente. Así, vamos dividiendo los sectores de la vida y vamos dando respuesta a cada uno de ellos, desde la parcialidad.

Cuando todos esos sectores parciales se unen entre sí, para evitar que el hombre sea una pura suma de parcialidades, damos el salto a la totalidad del ser de esa persona. Y nos podemos preguntar: ¿para qué estamos trabajando por el bien de esa persona?. En todo esto hay un problema de sentido. Y el hecho de que la “sabiduría humana” llegue a decirnos que preguntar por el sentido no tiene sentido… no nos resuelve en absoluto el problema. No planteo estas cuestiones movido por un ánimo puramente negativo. Pero preferiría decir que ese es un problema muy importante, al que no podemos dar más que una respuesta puramente aproximativa. Nos pondríamos más fácilmente de acuerdo. Pero, que no se nos borre esa pregunta del horizonte de la perspectiva del ser humano. De hacerlo no sabría ni por qué, ni para qué, ni en función de qué, soy una persona humana.

Aunque algunos afirmen lo contrario, formamos parte de un pueblo, Vd. ¿con qué pueblo sueña?

¿Qué voy a decir? Sueño con un Pueblo que sea respetuoso de la afirmación fundamental de que está formado por personas y que tenemos que hacer de él una realidad en la cual todas las personas, independientemente de su creencia, origen, lengua, cultura, opciones políticas, puedan vivir, allí donde están, siendo respetados todos sus derechos humanos.

Para que eso pueda ser así, es necesario que se respete algo tan fundamental como es la paz. Esta sería la primera conclusión. Y, luego, que fuera un Pueblo en el cual, poniendo como objetivo la realización de la plenitud de cada una de las personas, en el respeto debido a su dignidad, fuera tratando de elaborar las estructuras político-sociales que fueran el resultado del encuentro pacífico y de la colaboración de todos. Yo no tengo derecho a sacar la conclusión de cómo tiene que configurarse el Pueblo, en virtud de mi fe religiosa. Lo que sí puedo tener son unas exigencias fundamentales que han de ser respetadas para que ese Pueblo sea respetuoso con todas las personas. Para ello, le tendré que reconocer la libertad necesaria para que, dentro del contexto histórico en el que está situado, llegue a tener aquella estructura fundamental de convivencia político-social que, por tener una aceptación colectiva común o al menos mayoritaria, pueda decirse de él que acepta esa forma de vivir ahí y de ser tal como él mismo se va haciendo como tal Pueblo. Yo no creo que tengamos derecho a imponer a ese pueblo cómo tiene que ser. Ese pueblo ha de tener las condiciones requeridas para decidir, actuar y poder ser aquello que él quiera ser, siempre que esa decisión esté en función de los derechos de todos. José María Setién (Hernani, 1928) Don José María Setién Alberro nació en Hernani el 18 de marzo de 1928. Realizó sus estudios eclesiásticos en el Seminario de Vitoria y en la Universidad Gregoriana de Roma, donde se licenció en Sagrada Teología y obtuvo el doctorado de Derecho Canónico. Fue ordenado sacerdote el 29 de junio de 1951. En octubre de 1955 fue designado profesor de Teología Moral en el Seminario de Vitoria y a partir de 1960 fue Profesor en la Universidad Pontificia de Salamanca, tanto en la Facultad de Derecho Canónico como en la de Teología, de la que fue Decano. Durante su estancia en Vitoria desempeñó el cargo de Director Espiritual en el Seminario. Fue también Rector del Colegio El Salvador, para vocaciones tardías, en Salamanca. Posteriormente fue Vicario para la Pastoral de la diócesis de Santander, durante algún tiempo. El 26 de septiembre de 1972 fue nombrado Obispo Titular de Zama Minor y Auxiliar de San Sebastián, siendo consagrado Obispo por el mismo Don Jacinto Argaya en la S.I. Catedral del Buen Pastor de San Sebastián, el 28 de octubre del mismo año. Desde 1979 hasta 2000 fue Obispo de San Sebastián. En 2003 la Diputación Foral de Guipúzcoa le concedió la Medalla de Oro por la labor realizada en pro de la verdad y los derechos humanos. Entre sus obras encontramos títulos como: Un obispo vasco ante ETA (2007), Laicidad del Estado e Iglesia (2007), Bases éticas para la paz. Reflexiones actuales sobre la Pacem in terris (2004), Unidad de España y Juicio Ético(2004), Pueblo Vasco y Soberanía. Aproximación histórica y reflexión ética (2003), De la Ética y el Nacionalismo (2002) o Cartas a las comunidades contemplativas (1997).
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