A lo largo de las Jornadas de Antropología Urbana se presentaron comunicaciones muy diversas que abordaron realidades que son axiales para la comprensión de nuestra sociedad y sus desafíos.
Bueno, la Antropología se preocupa de realidades cercanas a la vida cotidiana de las ciudades desde los tiempos de la venerable Escuela de Chicago en los años 20 del siglo pasado. En este sentido, no se ha hecho otra cosa en estas jornadas más que advertir de la vigencia de esa perspectiva y de su importancia. Son asuntos en los que todos estamos de alguna forma involucrados, también como protagonistas en nuestra vida ordinaria. La ciudad, la vida de cada día... ese es el asunto que la Antropología ha tenido siempre como su objeto y no se ve porqué ese objeto ha de cambiar.
El drama social de los desahucios es un tema que está en las primeras páginas de la actualidad. Como investigador del hábitat humano —además de como ciudadano—, ¿cómo observa esta derivada “urbana” de la crisis del sistema?
Cuando se habla de fenómenos como pueden ser las grandes transformaciones urbanas, las dinámicas urbanísticas que con frecuencia no son más que dinámicas inmobiliarias aunque se quieran presentar de otra forma, yo creo que muy pocas veces se contemplan los efectos sociales que tienen. Las ciudades cambian más que el corazón de un mortal, decía Baudelaire. Pero de verdad que no se tiene en cuenta que esos cambios pueden ser formidables y mejorar la vida de las personas, pero también pueden ser catastróficos. Y en este caso estamos ante esa segunda realidad. Ha habido una especie de burbuja, así se dijo hace muchísimo tiempo, y hubo gente que lo repitió inútilmente porque no parecía reconocerse la evidencia de que la catástrofe se estaba viniendo encima y ahora se está viendo lo que ha pasado; que en todos los niveles esto ha estallado y con un precio humano importantísimo del que todos somos testigos, algunos incluso víctimas.
Pero si me permiten, lo que merece la pena es poner de manifiesto una cosa de la que no sé si se está hablando: pero en buena medida este tema y lo que implica fue el asunto que movilizó a grupos sociales que con frecuencia han sido sistemáticamente denigrados, depauperados, estigmatizados, mostrados como indeseables... Pues es cierto que un movimiento tan radicalmente urbano como es el movimiento okupa hace tiempo que empezó a advertir de la condición perversa de ciertas formas de crecimiento económico basado en la especulación inmobiliaria. Y creo que estaría bien que alguien reconociese que mucho antes de que las altas instancias políticas y la prensa tomaran conciencia de ello, estos jóvenes ya lo habían advertido y fueron ellos quienes empezaron a lucha contra los desahucios en cuanto empezaron a producirse.
El espacio público como ideología.
Su libro más reciente lleva por título El espacio público como ideología. En él muestra y demuestra algo que a la mayoría nos pasa desapercibido: que el urbanismo es una poderosa herramienta ideológica.
Yo creo que más bien se pretendería que así fuese. Creo que en el fondo todo urbanismo lo que pretende es imponer un esquema de percepción y, por tanto, de conducta a la hora de planificar, concebir, organizar espacios que fueran, como si dijéramos, mecanismos conductistas, como la campanilla del perro de Pavlov, que generaba reacciones del animal en cuanto sonaba. Pero básicamente para hacerse con el control de algo que nunca está del todo controlado que es, justamente, lo urbano. Yo creo que el urbanismo casi siempre se ha comportado como una colosal máquina de guerra contra eso, que es lo que se agita ahí fuera, la vida seguramente, porque aquello de lo que estamos hablando no es otra cosa. Es algo que los poderosos nunca han entendido del todo y que, desde luego, les preocupa siempre porque nunca lo tienen bajo control. Y el urbanismo es una forma de imponer a través de planos, maquetas... una forma de encuadrar, de someter el pensamiento, y también la ciudad humana a esos designios que nunca son, evidentemente, los de la mayoría. Otra cosa es que lo consigan, eso es otra historia. En el fondo, lo que uno tienen que tener en cuenta es que quien tiene la última palabra sobre qué significa y para qué sirve un espacio es el usuario, por mucho que el planificador siga empeñado en otra cosa.
Precisamente, La ciudad mentirosa (fraude y miseria del ‘modelo Barcelona’), se cierra con una sugerente idea-resumen: que la ciudad se conforma a partir de dos sustancias básicas, “el amor por la vida y la manía de desobedecer”. ¿Hay que entender que la ciudad está hecha de fluidez y de tensión, como el mundo según Heráclito, pese a que los discursos oficiales tienden a proyectar una imagen opuesta?
Claro que sí: se trata de la condición naturalmente alterada de la vida, que en las ciudades no es que sea más vida pero como mínimo está, como reconocemos todos, un poquito más agitada. Digamos que es un acelerador de partículas, es lo que caracteriza a la ciudad, es lo humano, pero un poquito más rápido y más tumultuoso a veces, pero es la vida en última instancia.
Yo creo que en el fondo se trata de ver cómo esa existencia humana crónicamente viva, aunque parezca una redundancia, tiene en el espacio público su espacio natural, su escenario lógico porque está ahí, en la calle. Es lo que uno se encuentra cuando abre la puerta de su casa y sale donde se va a encontrar con otros y otras para hacer cosas como intercambiar una mirada durante una frase o para hacer una revolución o una fiesta o para tomarse un café o para ir al cine, pero siempre con otros. Otros, a los que a veces ni siquiera volveremos a ver nunca más.
Muchas de las transformaciones que se han operado en nuestras ciudades en los últimos 20-30 años han acarreado mejoras. Pero es incuestionable también que las ciudades cada vez se parecen más entre sí, se despersonalizan con la desaparición de los barrios populares tradicionales con toda su carga de memoria sentimental, y con la conversión de los centros urbanos en grandes áreas comerciales. ¿Esto hay que asumirlo como un mal necesario por el bien del progreso?
Hombre... necesario según para quién, y el progreso de según quién. Lo ha dicho muy bien, “el fin de barrios populares”, yo diría que el fin de las ciudades populares porque, en efecto, ha habido beneficios y mejoras y quién va a poder discutir que el arreglo de un determinado parque es un beneficio o que la construcción de un equipamiento cultural es un beneficio. Pero, cuidado, es como si alguien va a su casa y de pronto le convence de que instale grifería de oro en los baños. Usted dirá, “pues por mí encantado”, pero, claro, luego resulta que le van a multiplicar por veinte el precio del alquiler. Entonces, si esas mejoras fueran realmente pensadas en algo que no fuera el beneficio estaría bien, pero en la práctica, créame, en cuanto alguien monta una instalación cultural o un parque supermoderno al lado de su casa, tenga por seguro que de una forma u otra, si usted pertenece a una clase popular, están diciéndole que ese barrio dentro de poco no va a ser el suyo. Claro, porque la cuestión es ésta: los arreglos que la ciudad merece y tiene, en efecto, llevan consigo un encarecimiento que las convierte poco menos que en inaccesibles para aquellos que nos sean solventes. Ahí está el truco. Evidentemente, claro que hay mejoras, pero lo que hacen básicamente es encarecer la ciudad y obligar al exilio de clases populares que ven que sus barrios dejan de ser sus barrios para ser barrios de clases más altas que las suyas.
La ciudad mentirosa.
Con motivo de las Jornadas de Antropología Urbana ha estado en Bilbao, ciudad que presume de haberse reinventado en clave de posmodernidad, con el Museo Guggengheim como eje y como símbolo. Como observador y paseante, ¿qué opinión le merece el “modelo Bilbao” (puesto que también se ha vendido como tal)?
Todo “modelo” urbano es por principio excluyente. Segrega, impide el acceso o deporta a quienes no estén a su altura, es decir a quienes no resulten “modélicos”, ya sea por insolventes, por disidentes o pronto simplemente por feos, esto es por no hacer juego con una ciudad que es ya pura fachada y que olvida, esconde o expulsa sus vergüenzas y fealdades. En Bilbao uno encuentra más de lo mismo: gentrificación, tematización, terciarización... Y, por supuesto, sin que en esa dinámica falte la coartada cultural, en este caso el Guggengheim, un fetiche tras el cual no hay otra cosa que espectacularización urbana y especulación urbanística. En ese sentido, permítaseme recomendar el libro de Garikoitz Gamarra, Bilbao y su doble.
Quizás las personas más jóvenes afirmen que sigue habiendo mucha vida en la calle, cómo no, pero a otras más mayores les oímos decir continuamente que antes era diferente, se bailaba más, se jugaba más, se alternaba... Es un tópico: que la calle se “está muriendo”.
Mire, de verdad que me considero una persona crítica y no creo que entre mis virtudes esté la del optimismo ante lo que está pasando a nuestro alrededor porque no hay para ser demasiado optimista, la verdad. Pero mire, ¿qué quiere que le diga?, en el fondo yo creo que eso que invita a salir está siempre ahí y eso no puede estar en crisis. Es cierto que hay entre nosotros algunos que rechazamos la calle y preferimos estar en casa viendo la tele o jugando con el ordenador. No sé en Euskadi como será, pero en Barcelona, por ejemplo, es curioso como eso que damos en llamar los inmigrantes, que a veces se pronuncia con un cierto desdén, están llevando a cabo una apropiación sistemática de ese espacio público que de pronto encuentra en ellos a su heredero natural en muchísimos sitios. Porque por muchas redes sociales y sociabilidades metafísicas en el éter de la red y todo lo que usted quiera, pero desde el punto de vista de la acción social y política la calle goza de una buena salud, continúa siendo un lugar de y para el conflicto. Es una cuestión que no hay que olvidar, la calle es un espacio para el conflicto, lo cual no tiene porque ser que alguien se tenga que hacer daño ni se tenga que romper nada por fuerza, pero que el espacio público es un espacio de y para el conflicto, de y para la Historia, de esto no me cabe duda y creo que estamos en ello. Ya ve usted, en los últimos años, tanto que el espacio público y la calle estaban en crisis y parece ser que ya ha alcanzado un nivel de protagonismo, no sólo en el Estado español, en todo el mundo, que realmente nos debería dar a pensar acerca de ello. En ese sentido, la verdad, es que no estoy nada preocupado porque la calle continúa estando donde estaba.
En las manifestaciones del 15-M, Occupy Wall Street, en la “primavera árabe” hemos visto que las actuales movilizaciones más que moverse tienden a inmovilizarse tácticamente, la gente se planta en un lugar concreto a la manera de una asamblea de plaza o como los concejos abiertos. ¿Cómo se explica este nuevo modelo (que no sé si es del todo nuevo)?
En Antropología esto es siempre una puñeta porque hay tan pocas cosas nuevas... Pero en el fondo tiene que ver con eso. En primer lugar, uno tiene que alegrarse de que la calle y la plaza gocen de buena salud como lugares para la expresión de los deseos, anhelos y las rabias colectivas, a veces. La calle continúa siendo lo que ha sido en el siglo XIX y el XX, y por lo que vemos esto no va a ir disminuyendo, continúa siendo el lugar de las luchas sociales y de la historia y en ese sentido yo creo que vamos bien, desde mi punto de vista, porque implica señales de vitalidad de una sociedad que, en efecto, se nutre de lo que la altera y que tiene en el conflicto su materia prima, su combustible sin el cual no está viva, es un cadáver. Una sociedad en la que no haya conflictos no existe como sociedad ni como ser viviente colectivo.
El antropólogo Manuel Delgado Ruiz abrió las sesiones con la conferencia “Espacio público: discurso y acción. El protagonismo de la calle en las movilizaciones sociales a principios del siglo XXI”.
Ahora bien, yo creo que la calle, y como usted apuntaba la plaza, están dejando de ser meros escenarios. Ya no es únicamente que tengan un protagonismo, que siempre lo han tenido como un complemento fundamental que no tiene por qué ser siempre pasivo porque estaba ahí. Yo creo que lo interesante es que ese espacio público, la plaza y la calle, es como si se hubieran emancipado en el sentido de que ya no es tanto que sean el vehículo de transmisión, el artefacto, el instrumento de sindicatos, de partidos... o de lo que sea. Sino que, de hecho, es como si fuera al revés, como si no fuéramos nosotros quienes las empleamos a ellas, sino que fueran las plazas las que “nos emplean” para hablar. Porque realmente el interlocutor en estos movimientos en Egipto, en Islandia, en el Estado español... el interlocutor, el sujeto político, está siendo la plaza. Ya no es un mero escenario, ya no es un sitio que está ahí y se llena de gente, es la plaza la que de pronto reclama su voz. Lo cual, en efecto, no tiene nada de nuevo porque en el fondo es llevar a las últimas conclusiones la vocación que siempre ha tenido el espacio público de ser la vieja ágora griega. El mundo es un pañuelo pero volvemos justamente al poder del ágora y eso creo que está muy bien porque implica una cierta novedad, relativa como vemos pero interesante, porque es como si la plaza se hubiera emancipado y ahora son las plazas las que hablan, aunque sea a través de nuestra voz, pero son ellas las que hablan.
Las actuales expresiones de protesta que tienen mucho de festivo y casi siempre mucho de emocional, ¿no pueden, a veces, pecar se der volátiles?
Mire la Revolución de octubre de la Unión Soviética y cómo estamos... eso es otro juicio. Claro que yo también puedo pensar que en el fondo es volátil, pero ¿acaso todo lo urbano no lo es por definición? Para ser urbano justamente tiene que tener una dimensión efímera.
Sí, es otra cuestión y yo no dejo de tener mi inquietud acerca de cómo se pueden conseguir que estas cosas que uno ve con satisfacción porque implican mentalidad, puedan llegar a cuajar en el sentido de alcanzar estructura y eficacia histórica, pero créame que eso superaría mucho mis pretensiones y sería un acto de arrogancia por mi parte interpretarlas.
Lo que sí quiero apuntar es una cosa que usted ha dicho así como sin querer y merece la pena subrayar que es esto de la cosa festiva. No olvide que en el fondo todo esto de lo que estamos hablando no es otra cosa más que variables de lo que es la dinámica festiva. No es que sean “como” fiestas, es que “son” fiestas. Es decir, toda fiesta es de una forma una alteración del orden público, aunque sea tolerada. Pero la lógica de la apropiación popular, la apropiación de la calle o de la plaza por parte de los propios usuarios para convertirla en algo más que un sitio que cruzar o por el que pasar para ir a trabajar o comprar esa función, ese papel ya lo juega en cualquier fiesta de pueblo, de ciudad o de barrio. También estamos ante una tecnología probada, cada fiesta es una revuelta aunque sea de “mentirijillas” y con el tono un poco atenuado, pero la mecánica es la misma, la fiesta y la protesta son de la misma familia.
Permítame una broma para terminar: decía Pascal que todos los problemas vienen porque salimos de casa. Usted nos ha demostrado que no es precisamente así...
Deleuze diría: un problema nunca es un obstáculo, un problema es justamente la superación de un obstáculo. Es decir, que hay que salir a la calle para superar los obstáculos y para encontrarte con problemas. Además, qué quiere usted que le diga, ¡hay problemas tan venturosos!Manuel Delgado Ruiz (Barcelona, 1956) Licenciado en Historia del Arte y Doctor en Antropología por la Universitat de Barcelona. Es desde 1984 Profesor Titular de Antropología Religiosa en el Departament d’Antropologia Social de la Universitat de Barcelona y coordinador del programa de doctorado Antropología del Espacio y del Territorio, así como de su grupo de investigación sobre espacios públicos. Director de las colecciones “Biblioteca del Ciudadano” (en la editorial Bellaterra) y “Breus Clàssics de l’Antropologia” (en la editorial Icaria). Es miembro del Consejo de Dirección de la revista Quaderns de l’Ica. Forma parte de la junta directiva del Institut Català d’Antropologia y es ponente en la comisión de estudio sobre la inmigración en el Parlament de Catalunya. Ha trabajado especialmente sobre la construcción de las identidades colectivas en contextos urbanos, tema en torno al cual ha publicado artículos en revistas nacionales y extranjeras. Además, es editor de las compilaciones Antropologia Social (1994), Ciutat i immigració (1997), Inmigración y cultura (2003) y Carrer, festa i revolta (2004), así como autor de los libros: De la muerte de un dios (1986), La ira sagrada (1991), Las palabras de otro hombre (1992), Diversitat i integració (1998), Ciudad líquida, ciudad ininterrumpida (1999), El animal público (Premio Anagrama de Ensayo, 1999), Luces iconoclastas (2001), Disoluciones urbanas (2002), Elogi del vianant (2005), Sociedades movedizas (2007), La ciudad mentirosa (2007) y El espacio público como ideología (2011) (estos dos últimos editados por “Los libros de la Catarata”).