Lleva casi nueve años en la Loiolaetxea de San Sebastián. ¿Cómo surgió la iniciativa?
Un grupo formado por jóvenes y religiosos fue de visita a la cárcel y vieron que el capellán Carmelo Belloso había abierto un piso en el barrio Intxaurrondo de San Sebastián. A los presos de segundo y tercer grado a veces les daban permiso de día, pero si no tenían a nadie que se responsabilizara de ellos, se quedaban en la cárcel. Así que el capellán decidió hacerse cargo de la situación y convertirse en el responsable de esos presos. Vio que había una necesidad muy importante. De hecho, cuando una persona que ha estado ocho o diez años en la cárcel tiene que salir, se encuentra en una situación muy precaria si no ha preparado nada. Si no he realizado alguna salida anterior se encuentra sin nada y en una situación muy difícil. En el grupo mencionado había un jesuita y éste le dijo a Belloso que estaría dispuesto a ayudar en la casa. Este jesuita fue el director de la fundación Proyecto Hombre de Bilbao durante diez años y conocía muy bien el mundo de la droga, por lo que su aportación fue muy valiosa. A los presos que salían de la cárcel tres días les dijo que estaba prohibido consumir drogas y alcohol en la casa. Esa casa se mantuvo durante tres años y, para que no se repitiera el comportamiento de dentro de la cárcel, los miembros del grupo que acudían a diario se esforzaron en crear otro ambiente. Así, se dieron cuenta de que hacía falta una casa más grande, en la que cupiera una familia mayor. Esos jóvenes estaban dispuestos a vivir todos juntos. El jesuita me lo planteó y le dije que sí, le comenté la idea a nuestro superior y le apoyó completamente, encontró una casa más grande en San Sebastián y se pusieron manos a la obra.
¿El vacío que cubre Loiolaetxea es muy profundo?
De alguna manera sí. Había y hay una necesidad, algunos presos no pueden salir fuera antes de conseguir la libertad condicional porque no tienen a nadie que les acoja. Nuestra casa tenía una cosa importante, no era una comunidad de jesuitas, sino una comunidad mixta. Había personas laicas normales, que trabajaban y convivían. De alguna manera intentamos crear un ambiente familiar, existía una utopía o ideal en ese sentido, y así surgió Loiolaetxea en el año 2000.
Y, ¿en qué momento se encuentra? ¿Diría que han conseguido los objetivos que se propusieron en un principio?
Lo más importante es que la casa responde a una necesidad y realiza una oferta. Ofrecemos un servicio que la sociedad no ofrecía hasta ahora. Hay una necesidad en la sociedad y todavía está sin resolver. La casa no es un capricho, porque llena un vacío importante. Además, es una comunidad mixta, lo que demuestra que es posible vivir de otra manera, que tiene sentido. Nuestra intención no es arreglarles la vida a los presos, sino ofrecerles la posibilidad de que les den permisos con nosotros. Después, si salen en libertad condicional y quieren seguir con nosotros, nos conocemos y nos ofrecen una planificación por escrito explicando para qué va a aprovechar la estancia en la casa. De esta manera, cuando están preparados para ser autónomos se van de la casa. Diría que seguimos el mismo camino que marcamos al principio, pero hemos cambiado muchas cosas para mejor. Por ejemplo, la casa no estaba pensada para acoger a mujeres desde el principio. Por una parte, porque la mayoría de los que están en la cárcel son hombres y, por otra, porque las mujeres, a pesar de ser pocas, por lo general se las arreglan mucho mejor al salir. Pero ahora acogemos también a mujeres.
¿Sólo acogen a presos?
Tenemos una diez o doce plazas y, a veces, cuando hay dos o tres libres, vienen otro tipo de personas por medio de la ONG Rais. Siempre tenemos alguna cama libre, también ha venido algún que otro inmigrante del centro de menores.
¿Diría que las opciones que ofrece la sociedad para hacer frente a estas situaciones son escasas?
Por suerte, en la sociedad hay distintas sensibilidades, y antes de que las instituciones lleguen a cubrir una necesidad o un vacío, la gente crea distintos grupos para dar respuestas concretas a las necesidades existentes. Luego, trabajar para que las instituciones se responsabilicen es otra cosa. Nuestra fundación puede funcionar durante cinco años y después terminar con su trabajo. Está claro que hay un problema que sigue sin resolverse. Sabemos que en las cárceles de fuera hay presos sociales vascos, y alguna vez los hemos traído de Asturias y también de Burgos. Nos hemos movido por nuestra cuenta y no estamos liberados para realizar todo el trabajo que esto requiere. Aunque el grupo de trabajo ha aumentado, no llegamos a todas partes. De momento no hay ningún organismo institucional que llene este vacío. Gracias a nuestra experiencia hemos podido detectar que hay personas que salen de la cárcel con la salud mental muy deteriorada. Si después de estar unos meses en nuestra casa, una persona no es capaz de vivir de forma autónoma, la casa se vuelve perjudicial para esa persona, porque otros van saliendo adelante. Y esa situación también es perjudicial para el grupo. Hay mucha gente que ha salido de la cárcel en muy malas condiciones, nosotros hemos transmitido a la Diputación Foral que con estas personas no podemos trabajar y le hemos pedido otras alternativas. Así, hace poco han empezado a abrir pisos en los que trabajan con estas personas. Nuestra casa no es una casa terapéutica, si una persona está mal, si se ve que se está desmoronando y que retrocede en lugar de avanzar, al final se convierte en un obstáculo. Nos hemos encontrado con algunos casos así, se los hemos presentado a la Diputación Foral y ha empezado a moverse.
¿Cómo ve la conciencia de los ciudadanos? ¿La gente está dispuesta a trabajar voluntariamente?
Por suerte, tenemos personas que trabajan voluntariamente, la mayoría de unos 50 años. Diría que para trabajar con nosotros hace falta un grado de madurez. Por ejemplo, de vez en cuando viene una mujer viuda, un hombre que trabaja en la Kutxa, a veces también se acerca otro hombre que tiene cáncer, y también un grupito de religiosas. En la actualidad tendremos unos diez voluntarios en nuestra casa, y eso es maravilloso para que nosotros podamos respirar. Para nosotros lo más importante que tiene la vida es compartir, y si se pierde eso este proyecto perdería su sentido. Se podría responder a las necesidades de los presos mediante un proyecto profesional, pero no sería nuestro proyecto. Nuestro proyecto supone pensar que nuestra sociedad se puede mejorar, que podemos vivir de otra manera; esa es la apuesta y para lo que nos esforzamos. No todos somos jesuitas, lo que hace que la iniciativa sea aun mejor.
En un ámbito más general, ¿diría que los ciudadanos tienen conciencia social? ¿Cree que la pedagogía social que se aplica tiene la influencia suficiente?
Creo que existe un gran reto. Por suerte esta sociedad tiene muchas cosas buenas, pero también grandes carencias y vacíos… Si no vamos llenando esos vacíos a nuestra manera, la sociedad y los ciudadanos sufrirán. Hay trabajo por hacer, pero debería hacerse desde los colegios, desde la infancia. Cualquier persona puede verse en cualquier circunstancia y transmitir eso me parece muy importante. Nadie se libra, podemos enfermar, podemos perder el trabajo, nuestra familia puede romperse… Cualquiera puede pasar por un duro trance de este tipo, y es indispensable tener conciencia de ello, interiorizar que cualquier persona es como uno mismo. En este sentido, habría que empezar con la pedagogía social desde una edad muy temprana, pero hoy en día no se hace así. Hace poco he estado en Bruselas para ver un proyecto parecido al nuestro. En nuestra casa las personas pueden estar dos años como máximo, y en la casa de Bruselas hay personas que se quedan a vivir para siempre. Pero ahora tienen un grave problema, los creadores de la iniciativa han empezado a morirse y no tienen quien les releve.
¿Los jóvenes se implican menos?
A nosotros se han acercado personas con mayor responsabilidad, todas de unos 50 o 60 años, con experiencia. Puede que en ese sentido nuestra casa también sea especial, porque aquí se acercan personas muy heridas. Por lo tanto, los voluntarios que necesita nuestra casa no son jovencitos. No digo que haya que cerrar las puertas, pero creo que es necesaria algo de experiencia en la vida, cierta madurez, porque a veces vivimos situaciones muy duras. Con todo, no es malo que vengan jóvenes. Yo creo que en el País Vasco y en Occidente una parte de la juventud se preocupa de estos problemas sociales, pero diría que cada vez son menos, y si no los cuidamos desaparecerán. Al hacer frente a los problemas somos cada vez más humanos, más maduros, pero si les hacemos frente de forma equivocada, surgen las frustraciones y los problemas psicológicos. Si acertamos en la forma de enfrentarnos a los problemas, en cambio, creceremos, y en ese sentido no existe una pedagogía social.
Además, la sociedad de hoy en día es cada vez más individualista, más impersonal.
Sí, así es. Cada uno tiene su mundo, en su casa con su ordenador. Internet es maravilloso, pero es peligroso ahogarse en ese pequeño mundo. Y las personas se tienen que abrir a relacionarse con los demás. Encontrarán sufrimiento, pero si aprenden a compartir ese sufrimiento cada vez serán más humanas, y la sociedad actual no va por ese camino. Hay una corriente principal que dice esto: estudia, gana dinero y así podrás comprar lo que quieras, así serás feliz. Ese el mensaje y lo tenemos asumido. Nos sacrificaremos porque queremos conseguir eso. Pero en este punto aparece una gran pregunta: ¿qué tipo de personas estamos creando? Por suerte, en la sociedad hay personas y grupos que priorizan otras cosas, y creo que la pedagogía social debería aprender de ellos para ofrecer su ejemplo a la sociedad. Las experiencias, los conocimientos son importantes y sin ellos las personas cada vez serán más pobres, cada vez más solitarias. Esa no es la sociedad con las que yo sueño, no quiero una sociedad así.
Hace unos años recibió el Premio Derechos Humanos de Guipúzcoa, ¿qué sentido les encuentra a estos agradecimientos?
Son buenos y además en ese momento, con el asunto de Egunkaria, me alegró mucho. Recibir un premio así de la delegación de Guipúzcoa iba totalmente en contra de lo que querían hacer o están haciendo en Madrid. De todas formas, se puede decir que no tiene mucha influencia en la sociedad, es algo puntual que después desaparece. Hace unos meses estuve en Madrid y, casualmente, tuve la oportunidad de ver el debate entre Zapatero y Rajoy. Me di cuenta de que aquí lo importante no es la verdad, sino el show. Y creo que los premios también responden a eso, no lo digo con desprecio, pero está claro que existe un riesgo. Aquí tenemos problemas sociales, y es necesario decidir cómo enfrentarse a ellos, cuánto dinero poner y qué tipo de gente hace falta. Aquí lo que importa son esos temas. Creo que hay que asentar firmemente las bases.
Antes ha mencionado Bruselas, ¿ha encontrado referentes en el extranjero?
En Berlín hay una comunidad de jesuitas que acoge a presos y que vive como nosotros. Sé que hay iniciativas de este tipo, pero nunca he estado liberado para viajar a otros países, trabajo en la radio y, además comparto la vida de Loiolaetxea. No es vivir para ello sino vivir con ellos y compartir. Eso es lo más importante para mí, lo mejor que puedo dar. Además, no soy un profesional. No es una casa terapéutica, y en ese sentido tenemos que ser muy humildes. El proyecto se ha ido ampliando, enriqueciéndose y complicándose al mismo tiempo. Entre otras cosas, hemos habilitado algunos pisos de transición. Este último cambio tiene el peligro de dar más importancia al ámbito profesional que a la vida comunitaria, pero la experiencia nos lo dirá.
¿Cómo es su vida diaria? ¿Cómo combina el trabajo en Herri Irratia y los asuntos de casa?
Separo completamente el trabajo de la casa. Todos los miércoles hacemos una reunión en casa; en ella organizamos las cosas de la casa e intentamos encontrar soluciones a los problemas que se plantean. Para algunos jesuitas podría resultar duro compartir todos los espacios. Nosotros lo hacemos todo en común y yo me encuentro muy cómodo, a pesar de que a veces hay tensiones lo que provoca un desgaste que no se da en la vida normal. Hace falta una madurez o una espiritualidad, que no tiene por qué ser mística ni religiosa, para poder superar esas situaciones sin quemarse. Para los jóvenes es más difícil enfrentarse a estas situaciones difíciles y también para algunos adultos.
¿Le gustaría seguir en Loiolaetxea en el futuro?
La verdad es que lo dejaría con gusto, aunque no lo voy a dejar sin más. Después de ser el responsable de la casa durante seis años, me sustituyó el jesuita Manu Arrue. Yo ya sabía que él era diferente y que haría las cosas de otra manera. Me gustaría encontrar algo parecido, pero tiene que estar relacionado con el mundo vasco. Ya tengo algo en mente y ya lo he planteado, pero de alguna manera estamos pendientes del juicio y, hasta que eso no se aclare no me voy a mover, ya que podría ir a la cárcel en cualquier momento. De todas formas, prefiero vivir así hasta que aparezca otra cosa.
¿Qué le ha aportado el periodismo? Una gran oportunidad para muchas cosas. Por ejemplo, para entrar en distintos ámbitos del País Vasco. De hecho, tuve la oportunidad de entrar en Egunkaria y también de participar en la creación de Elkarri. La radio me ha abierto la puerta para conocer a mucha gente, pero la dejaría para poder invertir más tiempo en el mundo vasco. Txema Auzmendi (Ordizia, 1949) Empezó el Bachillerato en Ordizia y en 1962 se fue a la Escuela Profesional de Gijón. De 1964 a 1966 terminó el bachillerato en Navarra. De 1966 a 1968 estudió en el colegio de Jesuitas de San Sebastián y en el 68, a los 19 años, entró en la Compañía de Jesús (se ordenó sacerdote en 1978). Después, estudió Filosofía en la Universidad de Deusto y se licenció en Teología en Frankfurt (Alemania) entre 1978 y 1980. Realizó el doctorado en Deusto y allí fue ayudante de Roman Garate de 1980 a 1984. Pasó un año en México y en 1985 le destinaron a Loyola, Azpeitia, donde pasó tres años hasta que en 1988 empezó a trabajar en Herri Irratia. Tras pasar 12 año en la casa de Altza, San Sebastián, se trasladó a Loiolaetxea.