Raúl López Romo. Doctor en Historia: Hay que desconfiar de quienes nos dicen que conocen la verdad absoluta

2012-06-15

AGUIRRE SORONDO, Juan

Hablamos con Raúl López Romo sobre su libro “Años en claroscuro. Nuevos movimientos sociales y democratización en Euskadi (1975-1980)”. La tesis doctoral ha sido la base para escribir este libro que trata de los años convulsos de la transición, pero no desde una perspectiva política, sino desde la base de la acción de la sociedad civil. La historia se narra a través de los nuevos movimientos sociales de la década de los 70, el feminista, el antinuclear y el gay. Estos ejemplos nos permiten seguir el hilo tanto del proceso político como de los cambios socioculturales que se sucedieron en un breve lapso cronológico. Fueron unos años en claroscuro, en los que la construcción de la libertad convivió con el desafío de la violencia.

Dice que la Transición no debería verse como un “puente” entre dos realidades (dictadura y democracia), sino más bien como una encrucijada. Explíquenos esto, por favor.

A mí no me gustaba en este caso la metáfora del puente porque no refleja la realidad en toda su complejidad. Las etapas históricas no se van sucediendo mecánicamente, casi como si no hubiese otras alternativas. El problema es que desde el presente siempre tendemos a pensar que los cambios que han sucedido en el pasado son los que tenían que suceder forzosamente, pero en realidad siempre hay varias opciones abiertas. Por eso a mí me gusta comprender la historia no como una línea recta, sino como los dientes de una sierra, no como un puente, sino como una encrucijada. Y esto de la encrucijada, o del cruce de caminos, es especialmente apropiado para épocas como la transición, precisamente, en la que la ruta hacia la democracia no estaba fijada de antemano y de hecho hubo fuertes tensiones involucionistas a cargo de una parte del ejército español y también por el desafío armado de ETA, especialmente mortífera en esas fechas de los años setenta y principios de los ochenta, los golpes de mano de la extrema derecha, algunos abusos policiales (como los sucesos del 3 de marzo en Vitoria, en 1976, donde la policía acabó con la vida de cinco trabajadores en huelga), etc. Así que con todo este conjunto de cosas, es realmente una época muy compleja y tensa, y desde luego no fue un camino de rosas ni un puente de plata hacia la democracia.

Supongo que desde el punto de vista del investigador, el tratar acontecimientos históricamente recientes tiene sus ventajas y sus inconvenientes. Por un lado, hay abundancia de testimonios personales y de fuentes escritas, pero por otro lado ¿hay suficiente perspectiva o es una historia todavía muy “en construcción”?, ¿puede resultar “comprometida” dado que muchos de sus protagonistas siguen vivos?

El historiador que trabaja, por ejemplo, sobre la edad media tiene un puñado de crónicas de reyes y algunos restos arqueológicos y debe exprimir y sacar partido a esas pocas fuentes. En nuestro caso, el de los historiadores que trabajamos sobre épocas recientes, el problema es el opuesto. Es decir, las fuentes de información son infinitas. Las ventajas de esto también son evidentes, porque yo creo que a cualquier medievalista le encantaría poder entrevistar a sus protagonistas, mientras que para los historiadores del presente ese no es un sueño irrealizable, sino que contamos con la suerte de que muchos de nuestros protagonistas pueden contarnos un testimonio impagable sobre sus vivencias.

Claro que la historia reciente es políticamente más comprometida que la medieval, por ejemplo, y más en lugares como Euskadi, donde coexisten formas de mirar nuestro pasado próximo muy diferentes, pero en realidad la historia está en permanente construcción. No existen historias definitivas de nada, ni de la edad media ni de la más reciente, porque cada generación reescribe la historia, lo cual no quiere decir que los historiadores tengamos que renunciar a intentar ser honestos y veraces, pero asumiendo que la verdad absoluta, en la historia, no existe. Es más, hay que desconfiar de quienes nos dicen que conocen la verdad absoluta.

Su trabajo se centra en los “nuevos movimientos sociales” de la Transición y fundamentalmente en tres: el movimiento ecologista, el feminista y el gay. ¿Por qué estos tres? ¿En qué medida eran realmente “nuevos”?

Personalmente tengo mucho respeto hacia la historia política clásica, la buena historia de los partidos políticos, por ejemplo. Pero a mí, como lector, no me suele enganchar. Yo quería contar una historia de la transición democrática en Euskadi y hacerlo “desde abajo”, es decir, intentando que quedaran reflejadas las iniciativas políticas de las elites, pero también las actitudes sociales. En ese sentido, estudiar los nuevos movimientos sociales creo que permitía comprender cambios culturales profundos en cuanto a la forma como la sociedad ha percibido, por ejemplo, el asunto de la homosexualidad o cuestiones como la igualdad entre géneros. Son temas que hoy en día tienen una gran presencia mediática, pero que entonces estaban todavía en construcción, muchos de esos temas estaban prácticamente en sus orígenes o salían de las catacumbas. En la transición había mucho por hacer, todavía ahora, pero entonces quizás más. No solo se trataba de un relevo en la jefatura del Estado, de un caudillo por la gracia de Dios, como se presentaba Franco, a una democracia parlamentaria. Hemos de tener en cuenta que hasta finales de los setenta no existía en España una ley de divorcio, ni acceso a anticonceptivos y la homosexualidad estaba perseguida. En pocos años muchas de esas cosas van a cambiar, tanto legalmente como también en la imagen social, aunque esto último suele ser costoso y lento.

Elegí esos tres movimientos sociales y no otros en parte por un criterio de utilidad, porque ahondar en más protagonistas hubiera convertido mi trabajo en algo interminable, pero sobre todo porque me interesaba contar más que una historia de esos movimientos, con todo lujo de detalles sobre todo lo que hicieron, pues una historia de la transición a partir de los movimientos sociales, y sin olvidar a otros, como el obrero o el vecinal, que fueron fundamentales en aquellos años.

Los nuevos movimientos sociales de los setenta sí que fueron nuevos en el sentido de que históricamente nunca había existido en Euskadi previamente unos colectivos que salieran a la calle explícitamente con esas banderas antinucleares, feministas o gays, aunque claro, toda novedad hay que verla en su contexto: algunos de sus activistas procedían de otros movimientos “viejos” como el obrero y utilizaron unas formas de protesta como plataformas reivindicativas, sentadas, recogidas de firmas... que tampoco eran originales.

“No existen historias definitivas de nada, ni de la edad media ni de la más reciente, porque cada generación reescribe la historia, lo cual no quiere decir que los historiadores tengamos que renunciar a intentar ser honestos y veraces, pero asumiendo que la verdad absoluta, en la historia, no existe”.

Foto: Barbara van der Leeuw.

De los tres movimientos, sin duda el más poderoso fue el ecologista, con el efecto de movilización que supuso el proyecto Lemóniz, y el más débil el movimiento gay.

Claro, la central nuclear de Lemóniz parecía una espada de Damocles pendiente sobre los vascos, como dijo Mario Onaindia en una ocasión. Se estaba construyendo a 20 kilómetros del Gran Bilbao con todo lo que eso implica, y una infraestructura de ese tipo concitó un fortísimo rechazo social, de cantidad de gente que no lo quería cerca de su casa, independientemente de cuál fuera su ideología.

Sin embargo, la homosexualidad se ha rodeado históricamente de unas connotaciones culturales muy negativas y cambiar eso costó mucho, se fue haciendo gracias a una paulatina labor de concienciación social en un principio hecha por una minoría de activistas comprometidos que empezaron a moverse en la transición. De hecho en la historia de Euskadi nunca se había celebrado un 28 de junio, día internacional del orgullo gay, hasta 1978.

El problema es que la controversia en torno a la central nuclear de Lemóniz terminó siendo más un duelo político que un duelo ecologista desde el momento en que ETA también decide intervenir asesinando a dos ingenieros jefe del proyecto.

¿Y cómo fue el desarrollo de esos nuevos movimientos sociales en la Transición?

Bajo unos principios generales que podían ser la liberación gay o la emancipación de la mujer pedían cosas concretas como la despenalización del aborto y de la homosexualidad, la amnistía para los delitos de la mujer y para los encarcelados por motivo de orientación sexual, el acceso libre a los anticonceptivos, una ley de divorcio, un tratamiento respetuoso del lesbianismo o una educación sexual en los colegio públicos, una educación libre de tabúes morales...

¿Se consiguieron los objetivos?

Fueron consiguiendo objetivos concretos, aunque habría que decir que, en general, las transformaciones en estos terrenos fueron detrás de los cambios políticos y no precisamente al mismo tiempo. Por ejemplo, hasta 1979 se siguió encarcelando a homosexuales y hasta 1984 no se promulgó una ley del aborto que lo despenalizaba en varios supuestos. Ahora bien, como es sabido estos movimientos sociales siguen existiendo porque todavía quedarían cosas por hacer, pese a que afirman que su objetivo es que su existencia no sea necesaria porque los motivos que les hicieron nacer ya están solucionados.

En torno a esos movimientos y formas de protesta no sólo se canalizaron reivindicaciones, sino que tal como usted demuestra en su libro se iban construyendo unas formas de identidad colectiva. ¿Cómo se llega a eso?

Las reivindicaciones son la agenda visible de los movimientos sociales, pero en ellos también se crean fuertes vínculos de pertenencia. Sobre todo en casos como los movimientos feminista o gay, con un alto grado de identidad, en el sentido de que sus miembros proclamaban soy mujer de tal manera o soy gay con orgullo y determinación, y quiero que la sociedad me admita tal como soy sin exclusiones ni discriminaciones de ningún tipo. En este sentido las manifestaciones, las organizaciones, las noticias de prensa, etc., van creando y reproduciendo formas de identidad, porque la identidad es algo personal e intransferible, algo propio de cada persona que es única, pero también se construye socialmente a medida que vamos interactuando con nuestros semejantes.

En su libro realiza un análisis muy profundo de cómo desde las organizaciones de los movimientos sociales se impulsaron la democracia y el cambio, pero al mismo tiempo pervivieron actitudes y relaciones de poder que calcaban aquellas contra las que se luchaba desde la dictadura. ¿Es ahí donde radica quizá la parte más “sombría” de esos años en claroscuro?

Es que la democracia no es sólo una estructura institucional, con una constitución, un parlamento, unos partidos y el reconocimiento de unas libertades de reunión o de expresión. La democracia es también, a nivel social, una cosa que se va aprendiendo con el paso del tiempo, que es el respeto y la tolerancia hacia los otros. La transición es la época en la que la violencia política golpeó con más fuerza en Euskadi probablemente desde los años de la guerra civil. Y lamentablemente a nivel social se reprodujeron algunas actitudes de condescendencia, sobre todo en Euskadi hacia la violencia protagonizada por ETA. Se mire desde el punto que se mire, aplaudir o aceptar los asesinatos políticos de una organización terrorista, de cualquier organización terrorista, es algo radicalmente opuesto a la democratización. Ahí hubo algunas organizaciones y activistas, desde luego no todos pero sí una parte no despreciable, que entraron en esa dinámica de aceptar o mirar hacia otro lado ante los crímenes de ETA que no encaja con la democratización que el país estaba experimentando, y efectivamente esa es una de las zonas de sombra más importantes que se pueden localizar.

Fue en ese período cuando se sentaron las bases de la sociedad civil vasca tal como hoy se expresa. ¿Hasta qué punto el fenómeno del terrorismo y determinados sectarismos asociados terminó afectando a ese tejido cívico? Sé que es una pregunta complicada de contestar...

Afortunadamente la sociedad civil vasca es amplia y activa, y desde luego ha sido solo una parte, no toda, la que ha quedado afectada o contaminada por el fenómeno del terrorismo. Hay ejemplos como Gesto por la Paz, que incluso en los duros años de plomo que hemos vivido surgió de la sociedad civil vasca como una muestra de dignidad frente al terror. Lo que pasa es que lo civil, el tejido civil, la sociedad civil es por definición algo antagónico de lo militar, de las soluciones por la fuerza, de la pena de muerte, del autoritarismo en política. Así que para mí, aquellas organizaciones que han legitimado la violencia política no son parte de la sociedad civil, sino más bien forman parte de una comunidad incivil.

Se ha dicho que a través del presente el pasado dialoga con el futuro. En tanto que es ciudadano y gran conocedor de la historia reciente de nuestro país, ¿cómo ve nuestro porvenir colectivo una vez que se cierre definitivamente la página de la violencia?

Como ciudadano tengo la esperanza moderadamente optimista de que las heridas se vayan cerrando, y probablemente en el curso de una generación, o quizás menos, hayamos avanzado mucho en esto. Pero como historiador tengo mis cautelas y soy partidario de pasar página sólo cuando esa página ya haya sido leída y trabajada. Me da la sensación de que hay quien quiere pasar rápido de página porque le interesa olvidar lo más rápido posible, quizás porque hacer una crítica de su pasado sería demasiado costoso a nivel personal o grupal. Pero una sociedad que no recuerda su pasado, como se suele decir, no sé si está condenada a repetirlo, pero sí desde luego a afrontar el futuro con unas perspectivas éticas deterioradas. Y como escribió Primo Levi, un superviviente judío del holocausto nazi, “pensar en lo que sucedió es deber de todos”. Además, lo que ha sucedido aquí ha sucedido, como quien dice, hasta ayer, así que ir eliminando las huellas del fanatismo y de la intolerancia será una tarea necesaria, pero probablemente costosa. Raúl López Romo (Bilbao, 1982) Es doctor en historia por la Universidad del País Vasco (2010). Actualmente trabaja en la Queen's University of Belfast como investigador posdoctoral del Gobierno Vasco, realizando un proyecto comparativo entre Irlanda del Norte y el País Vasco de la década de 1970. Focalizado en el análisis de los discursos y prácticas sociales generadas entorno a las víctimas del terrorismo. Es autor del libro Del gueto a la calle: el movimiento gay y lesbiano en el País Vasco y Navarra, 1975-1983 (Tercera Prensa, 2008) y de varias publicaciones en libros colectivos y revistas como Trienio, Historia Contemporánea, Alcores, Cuadernos de Alzate e Historia, Trabajo y Sociedad.
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