Emilio Lopez Adan. Escritor: Siempre he rechazado el militarismo, la dictadura y el terrorismo para conseguir la libertad

2011-01-14

VELEZ DE MENDIZABAL AZKARRAGA, Josemari

BELAXE. ITZULPEN ZERBITZUA



Entrevista realizada antes de que el 10 de enero del 2011 ETA declarara el alto el fuego En toda sociedad existen personas que viven con toda su intensidad el devenir cotidiano. Y en esas sociedades, a veces, existen algunas estrellas que brillan con una luz especial y nos marcan con toda su intensidad los detalles del camino. Emilio Lopez Adan, “Beltza”, cumple las dos características anteriores: sigue muy de cerca la evolución de los acontecimientos de la sociedad vasca y, por otro lado, sus opiniones han constituido durante décadas un referente y una guía para la misma. También en esta ocasión, la entrevista que mantenemos con él nos da la oportunidad de conocer mejor nuestra situación social, política y cultural.

¿Qué hace un alavés como usted, que estima el símbolo de Gebara, en la costa de Ipar Euskal Herria?

De momento, vivir. Y, pronto, jubilarme. Pero, ¿cómo llegué aquí? No es muy complicado, ya que es la misma historia que ha vivido mucha gente. Nací en Gasteiz, ciudad a la que entonces llamábamos Vitoria, en 1946, en una familia alavesa. Eso me hizo pertenecer a la primera generación de la posguerra y, como otros muchos de mi época, no aceptamos lo que había. Consecuentemente, entré en política y, en 1968, tuve que exiliarme. Terminé mis estudios en Bélgica y posteriormente llegué a Ipar Euskal Herria. Resumiendo: soy alavés, pero desde hace mucho tiempo, labortano.

Una gran diferencia entre la Vitoria de entonces y la actual Gasteiz, ¿no?

Nuestra Vitoria, en cuanto a los estamentos políticos, era una ciudad franquista, totalmente católica y derechista. Era sede de grandes instituciones: cuarteles de la armada, seminario conciliar, etc. Era una administración extraña para nosotros. Los que nos sentíamos vascos republicanos o izquierdistas teníamos la sensación de que estábamos en nuestro país, pero que se encontraba rodeado de instituciones extrañas, aunque fueran de aquí. Afortunadamente, existía un pequeño grupo que mantenía nuestros valores, como pequeños fuegos, propagando actos públicamente. Teníamos, por tanto, un pequeño terreno en el que insertar nuestros ideales. Desde ese punto de vista, tengo buenos recuerdos.

Usted escribió en 1978: “Desde hace unos 20 años, ETA es el símbolo del renacimiento nacional y revolucionario...” El pasado diciembre, un destacado militante del PSE dijo lo siguiente: “Si ETA hubiera dejado la violencia en la época de la transición, habría sido un referente del antifranquismo”. ¿Son distintos puntos de vista?

Es una constatación histórica que ETA ha sido un referente positivo del antifranquismo. En Hego Euskal Herria hubo una fuerza de resistencia social, política y popular muy extendida durante los últimos años del franquismo. Y en medio de esto, en el campo abertzale, el grupo más conocido y más eficaz fue ETA. Eso constituye una verdad histórica. Luego, las cosas cambian, y la actual ETA ha quedado como un grupo marginal. Y mucha gente —no solo los socialistas— considera perjudiciales los actuales valores relacionados con ETA. Se ha dado una ruptura, por tanto, que no ha sido insignificante. En ese sentido, ese militante del PSE que menciona y yo estaríamos de acuerdo.

Otra cosa es si analizamos lo que hay detrás de eso. Él habla de violencia. En la actualidad, mucha gente sostiene que no hay lugar para la violencia y que esta siempre es perjudicial. Más aún, manifiestan que para hacer política es necesario dejar a un lado la violencia y que ese es un valor intocable. Yo no estoy de acuerdo con eso. Creo que no es posible interpretar la historia con los actuales valores limitados. A lo largo de la historia, para mucha gente, la violencia de los oprimidos para liberarse de la opresión no solo ha sido una necesidad, sino también un valor positivo. Eso no quiere decir que la violencia sea buena en cualquier momento. En la situación en la que estamos actualmente, la violencia practicada por ETA no tiene lugar ni en Euskal Herria ni en Europa. ¿Eso supone, por tanto, que además de condenar toda forma de violencia, la democracia tiene que situarse como valor único? No. La perspectiva que nos ofrecen sobre la violencia es muy limitada y no concuerda con la filosofía de los valores ni con el deseo de liberación, sino que está muy relacionada con la doble posición impuesta por el neoliberalismo, esto es: con quien esté a favor y callado no hay ningún problema, pero si alguien se mueve, ese es un terrorista. Y en la actualidad existe una terrible restauración represiva que utiliza la negación de la violencia. Pero la violencia utilizada por el sistema sí es legítima: el ejército, la policía, las leyes... Por lo tanto, hoy en día se utiliza la condena universal de la violencia para legitimar la violencia del sistema y para descalificar desde ahora mismo la violencia que ejerzan los pobres y los oprimidos en épocas venideras. En ese sentido, seguramente, no estoy de acuerdo con el militante del PSE.

De cara al contexto histórico al que hace referencia su respuesta, ¿estamos, pues, a las puertas de una nueva época?

La impotencia de ETA era algo evidente para muchos desde hace tiempo, y por supuesto, también para bastante gente de la izquierda abertzale. Pero en medio de esa impotencia, el problema es qué hacer. Como he comentado, ETA marcó una época positiva, constructiva, para el mundo vasco, para la libertad y para la revolución. Cuando ha llegado la fractura, ETA no se ha dado cuenta de que las acciones armadas terroristas están de sobra y que perjudican al mundo vasco y a los anhelos de independencia. Y como dijo Txomin Iturbe, “la moto hay que venderla cuando vale”, esto es, hay que negociar cuando los dos lados tienen fuerza, para que el capital del que disponemos se convierta en un beneficio que podamos utilizar en una política sin violencia. ETA tuvo una oportunidad de negociación y la perdió. En los tiempos de Lizarra-Garazi, ETA disponía de la base para llevar a cabo una amplia negociación política y parece que a ETA le ofrecieron un terreno adecuado para su aterrizaje. Pero se desperdició esa oportunidad. En Loiola también se le dio la espalda a otra oportunidad, ya que parece que el PSOE era partidario de una desaparición negociada de ETA. En aquella época la negociación era posible y existía la posibilidad de invertir ese capital en una acción democrática, pública y popular. Pero ahora, me temo que el capital de ETA esté lleno de deudas. Y el final será una rendición.

¿Una nueva época? Va a ser una época dura. Si ETA se rinde, unas seiscientas personas se quedarán en la cárcel. Habrá una situación ambivalente. Por un lado, muchos de ellos han cometido crímenes, pero los demás sabemos por qué los cometieron, es decir, en nombre de unos ideales que son los nuestros. Y en esa ambivalencia, una posición digna podría ser algo parecido a una amnistía para los presos, y por otro lado, un reconocimiento lleno de respeto para las víctimas. Pero, en la actualidad, el Estado solo desea venganza. Y esas seiscientas personas quedarán sobre nosotros, como una deuda, por nuestra impotencia para conseguir su libertad.

Ya se sabe que las palabras se desgastan y que sus significados pueden llegar a ser distintos con el paso del tiempo. Sucedió en su momento con las expresiones “desarrollo social” y “promoción social” y ha sucedido también con los términos “liberación” y “revolución” que ha usted mencionado... Existe el riesgo de que las ideas profundas se conviertan al final en eslóganes y no sé si este país nuestro no los utiliza demasiados...

Yo creo que se está dando un fuerte “fenómeno de despolitización” y que han surgido nuevos hábitos que utilizan conceptos equivocados. En la actualidad hay determinadas palabras que ya no se usan, como por ejemplo “revolución” y “alienación”. Eso ha terminado. Para nosotros la revolución era la revolución social, mediante la cual considerábamos también la revolución personal. Es decir, esa posibilidad estaba relacionada con la libertad general. En los conceptos propios de aquella época relacionábamos todo eso con un gran relato, el del comunismo. Creíamos posible que triunfara la revolución comunista, gracias al proletariado de nuestros países industriales y al movimiento anticolonialista de los países del tercer mundo. La revolución se ha desgastado porque las dictaduras orientales que actuaban en su nombre adoptaron una posición sangrienta que constituyó un error histórico y que fue cada vez más condenada. Las que no han desaparecido no lo han hecho porque se han convertido en híbridos, como por ejemplo China, que utiliza la dictadura en nombre del proletariado para crear un sistema puramente capitalista.

Muchos de los que creían en la revolución piensan que la revolución ha supuesto una gran desgracia y que es posible cambiar el sistema sin represión. Parece como si la sangre y la represión estuvieran indisolublemente unidas al concepto de revolución, y hasta cierto punto esto es verdad, si se relaciona con el leninismo o con el estalinismo. Pero, por otro lado, no es tan cierto si lo relacionamos con la revolución libertaria. Y aunque sean totalmente necesarias las críticas de los sistemas que han surgido, tampoco podemos olvidar todo lo que ha dado tanta gente sencilla por la revolución. ¡Cuánto han trabajado en sindicatos y en movimientos sociales! Y lo han hecho con total generosidad, por los pobres y por la libertad. Y eso también es parte de la revolución. A mi me gustaría verme en la continuación de eso. Los valores contemplados por la revolución —libertad, hermandad, pasión por luchar en contra de los poderosos y a favor de los pobres— están vigentes también hoy en día y no me gustaría romper con ellos. Pero el sistema nos ha dejado claro que el capitalismo y la democracia han triunfado, que la violencia no tiene lugar... y en eso estamos, desgraciadamente.

Eso que menciona, ¿podríamos relacionarlo con el concepto de “utopía realista” tan utilizado por usted?

Creer en la utopía no es suficiente si no se relaciona con la posibilidad de conseguir esa utopía, sobre todo a nivel político. ¿Por qué? Porque estamos hablando de la vida de la gente. ¿La utopía del comunismo? Yo no creo que antes existiese un comunismo primitivo ni que algún día en este mundo todos seamos felices e iguales. Creo que existe una confrontación social permanente entre los poderosos capaces de oprimir a la gente y aquellos que están dispuestos a liberar a la gente sencilla. Y mi voluntad sería la de crear los instrumentos adecuados para trabajar a favor de la libertad a la que da sentido el comunismo libertario, instrumentos que no debieran negar los valores inherentes a la libertad. Siempre he rechazado el militarismo, la dictadura y el terrorismo para conseguir la libertad.

Nuestra sociedad camina por la senda del neoliberalismo y, aunque los esfuerzos por implantar y generalizar los valores humanistas puedan ser inútiles... en eso consiste la verdadera utopía liberadora ¿no?

Los valores humanistas son necesarios, siempre que se incluyan en la cultura de la lucha. En la actualidad, estamos negando la cultura de la lucha en aras del consenso. Todo hay que consensuarlo, como si no hubiera entre nosotros sangrientas contradicciones. El problema para alcanzar no ya la utopía sino el objetivo liberador es, en mi opinión, la necesidad de superar los obstáculos que nos imponen los que dirigen el sistema actual. Y eso no se consigue mediante el consenso. Si el consenso se hiciera entre iguales, si tuviéramos la posibilidad de adquirir compromisos en libertad, yo estaría a favor de eso. Pero el consenso entre desiguales, entre opresores y oprimidos, no es posible. Hemos de aceptar una vez más que en nuestra sociedad la democracia es mejor que la dictadura, pero la democracia no es en sí misma ni libertad ni justicia. Entre nosotros no tenemos justicia, sino leyes. Y en lugar de libertad tenemos democracia. Si las leyes y la democracia se utilizan en contra de la libertad y de la justicia, ¿qué podemos hacer? Si la democracia ofrece oportunidades para cambiar esa democracia y si también las leyes ofrecen la posibilidad de profundizar en ellas, será posible el consenso. Pero si no es así, ¿qué podemos hacer?

La situación del mundo es la que es. Estamos explotando la tierra hasta reventarla. Cada vez hay menos energía de carbono, el cambio climático es evidente, el planeta sufre por la acción de la gente... Las autoridades no son capaces de reducir las emisiones de dióxido de carbono. Estamos realizando obras de infraestructura permanentemente, que cambian incluso nuestra geografía. El ecosistema está sufriendo una terrible agresión. Y frecuentemente me pregunto: ¿Qué harán nuestras autoridades si aumenta el nivel de los océanos? Puestos a plantear hipótesis, me respondo que se va a reproducir el síndrome Titanic, que frecuentemente se ha producido a lo largo de la historia: En primera clase del Titanic había ingenieros, capitanes de barco y muchas personas inteligentes. Pero cuando el barco se empieza a hundir, ¿acaso fueron ellos a ayudar en las máquinas o en los puestos de mando? No. ¡Ellos fueron corriendo a sus botes salvavidas! Debemos pensar si también ahora, cuando el mundo se está hundiendo, esos altos mandatarios no estarán también preparando sus recintos privados, lugares vallados, protegidos por milicias privadas que pagamos con nuestro dinero.

Foto: Maite Ithurbide

Pero es cierto que, aun oprimidos, vivimos demasiado cómodos...

Algunos sí. Es cierto que gracias a la clase trabajadora hemos disfrutado de los beneficios del bienestar social. Eso llegó como consecuencia de un compromiso adquirido en los años cuarenta del siglo pasado, después de la Segunda Guerra Mundial, cuando los sindicatos tenían mucha fuerza en Europa. Los izquierdistas entonces creían en la revolución. Y mediante esas fuerzas y esos valores llegamos a un equilibrio: Seguridad Social, adelantos en materia de salud, derechos gratuitos para todos los ciudadanos, etc. Nosotros hemos vivido la continuación de eso. Pero todo eso lo están destruyendo los poderosos que están implantando medidas neoliberales.

De todas formas, no podemos negar que a nosotros también habría que achacarnos la responsabilidad de lo que está ocurriendo...

Está claro. Sin embargo, hay diferentes niveles de responsabilidad. Los opresores siempre han tenido dos maneras de sostener el sistema: por un lado, la represión, y por otro, la legitimación del consenso. El pueblo otorga legitimidad al gobierno por medio de las elecciones. Y en nuestras democracias hemos aceptado eso, porque lo ha hecho la mayoría. Por lo tanto, es cierto que tenemos una parte de la responsabilidad. Pero una cosa es ser políticamente débiles ante la comodidad y otra caer en la alienación.

Con frecuencia se piensa que la concienciación —es decir, la mentalización— es suficiente para el desarrollo integral de la sociedad. Pero, en mi opinión, hay otro nivel que nos lleva más allá de la concienciación y que está más relacionado con el concepto de “reflexión/acción/acción/reflexión”. Hace cuarenta años, a ese nivel se le denominaba “concientización”, y me da la impresión de que cada vez nos encontramos más lejos de esa idea...

Yo creo que hoy en día también se dan acciones. En Francia, por ejemplo, el movimiento organizado con la reforma de las pensiones ha sido enorme. Muchas personas tienen la conciencia de que es una injusticia y creen que hay que hacer algo para superar la injusticia. Podría suceder, sin embargo, que en el interior de ese movimiento no se dé el sentido, digamos, heroico, ya que muy poca gente cree en la teoría de que tomando el palacio de invierno como en Rusia se vaya a llevar a cabo la revolución. En los años a los que usted alude pensábamos que haciendo una huelga general se podía cambiar la situación, y la llamábamos huelga general revolucionaria. En la actualidad no se ve esa posibilidad.

Creo que la situación en la que nos encontramos es una situación de búsqueda. La clase obrera masiva que conocimos —con sus barrios, cultura, transporte, sirenas— se ha diluido. Ha habido teorías sobre la clase obrera masiva, sobre todo relacionadas con el marxismo y el anarquismo, que de alguna manera fijaron el camino de la revolución. Eso no se llevó a cabo de un día para otro, sino que hizo falta todo el siglo XIX para realizar tantos y tantos ensayos y, al final, lograr engarzar todas esas teorías e torno a varias figuras gigantes —Marx, Lenin, Bakunin...—. En la actualidad no existe conciencia de clase obrera y eso lo tienen claro los capitalistas. Las cosas han cambiado. Nosotros creíamos en los movimientos sociales; luego ha llegado el altermundialismo. En el siglo diecinueve necesitaron décadas para verlo claro —eso no quiere decir que lo vieran bien, ya que no conseguimos nuestro objetivo— y me parece que estamos buscando una estrategia adecuada para la acción. El altermundialismo no trabaja solamente en torno al cambio climático, sino también en torno a las injusticias sociales. En esos movimientos hay valores positivos que debemos tener en cuenta y, si es posible, habrá que utilizar medios democráticos para actuar a favor de ellos, pero no instalados en el consenso. Son movimientos antiautoritarios, muy igualitarios y no aceptan el militarismo. En mi opinión, tienen una relación con el comunismo libertario. Y hay que participar en esos movimientos.

En la época de la transición española, el movimiento de utopía liberadora de los autónomos, que hasta entonces había llevado una vida corta pero intensa, quedó patas arriba a causa de la estrategia de partidos, sindicatos y ETA. No sabemos lo que ocurrirá con ETA, pero ¿cree que partidos y sindicatos son tan estériles como entonces para una utopía realista y, al mismo tiempo, humanista?

Estériles para hacer la revolución, está claro. En la época de la autonomía había comandos autónomos, pero también había algo más. Había un ambiente especial en la clandestinidad, tanto con sindicatos como con partidos políticos. Los trabajadores sabían autoorganizarse. Tuvimos un fuerte movimiento asambleario. Fue una experiencia muy extensa y rica. Tuvimos la respuesta de la clase trabajadora que, en general, anteponía la autonomía de los oprimidos a todo lo demás, con una gran democracia directa. Podríamos considerarlo el eje principal de la lucha social de aquella época.

Foto: Maite Ithurbide.

En la transición, los sindicatos intentaron por todos los medios desactivar las asambleas de fábrica. Los partidos políticos, por su parte, terminaron con los movimientos de barrio y se convirtieron en los representantes únicos. Los unos y los otros trabajaron para pasar del protagonismo directo otorgado por el pueblo a un sistema representativo. Y hoy en día no veo voluntad de salir de ahí. Tenemos infinidad de ejemplos; por citar uno, podemos mencionar el de la irresponsable carrera de las obras de infraestructura gigantes. Existen movimientos que trabajan en contra de esos proyectos, pero los gobiernos siempre tienen la última palabra. Como han sido elegidos, argumentan que no se puede hacer política en la calle, sino en el Parlamento. Ese argumento no vale, porque la democracia no es solo elegir a unos representantes, sino que hay un nuevo elemento en este entramado: que los electores no se fían de los políticos. Y en democracia hay que dejar sitio también a esa desconfianza. Si surgen asociaciones y movimientos para expresar nuestro desacuerdo, la democracia debe permitirles que actúen en sus respectivos ámbitos. Si no se deja lugar para las iniciativas populares, no se puede decir que estemos en una verdadera democracia. El actual sistema secuestra nuestra voz durante cuatro años.

Con respecto a los sindicatos, sin embargo, existe un resquicio para la esperanza en Euskal Herria, sobre todo por parte de ELA, que no cede ante el consenso y ha recuperado el sentido de la lucha. Parece que se han dado cuenta de que los representantes de los trabajadores deben luchar contra los representantes de los patrones, que son la administración, la justicia y la policía. En los sindicatos estatalistas veo menos de esto, ya que cada vez actúan más como negociadores privilegiados, y además pagados por el sistema. De todas formas, las cosas pueden cambiar, y ¿por qué no pensar que los trabajadores pueden autoorganizarse para huir del consenso? Como ha ocurrido en Francia, por ejemplo, con el movimiento ATTAC, surgido por influencia del altermundialismo. Si la democracia da la posibilidad de realizar una lucha eficaz, la violencia no debe tener sitio en ese movimiento. Por tanto, para mí, el consenso no debe ser, al menos en teoría, la posición de los que deben defender los intereses de los trabajadores y los oprimidos.

Durante la entrevista ha mencionado en varias ocasiones la palabra “liberación”. No sé si llegará algún día la “liberación”. Lo que seguro que no va a llegar es el propio futuro, ya que es un tiempo que nunca llega. Sin embargo, le pido un esfuerzo para que me diga: ¿De quién es el futuro de la sociedad vasca?

Primero tendríamos que ponernos de acuerdo sobre qué estamos hablando, ya que no es nada fácil fijar los conceptos “euskaldun”, “vasco” y demás. Yo soy de la vieja escuela y pienso que todo aquel que viva en Euskal Herria debe tener los mismos derechos, sea de donde sea y cualquiera que sea su conciencia nacional. Necesitamos los mismos derechos sociales y democráticos. Y si la democracia ofrece la oportunidad de llevar adelante las ideas liberadoras, debemos buscar el acuerdo y el impulso de la mayoría.

Pero la identidad no es solo la que proporciona la papeleta de voto. En mi opinión, el hecho de ser vasco tiene muchas raíces, y entre ellas no se encuentra necesariamente el hecho de tener unas raíces de ocho generaciones. Pero hay que aceptar que, una vez que alguien toma Euskal Herria como lugar de residencia, esa persona forma parte de una corriente. Hace tiempo, cuando intentábamos conseguir una unidad entre el nacionalismo y el internacionalismo obrero, decíamos que cualquiera que viviera en Euskal Herria tenía derecho a ser vasco, y al final, el ser vasco lo relacionábamos con el euskara. Es decir, utilizábamos un estricto sentido lingüístico. Y actualmente sigo siendo de esa misma opinión. Nunca he aceptado que el derecho democrático de voto confiera el carácter de vasco. Si no somos nada, es decir, si da lo mismo no saber euskara y podemos vivir con la mera conciencia de ser franceses o españoles, no pasa nada. Pero si ser vasco quiere decir algo, si tiene raíces históricas, si exige unos compromisos en la situación actual y si constituye un proyecto de futuro… en ese proyecto se podrá integrar cualquier persona que haya venido de cualquier sitio. Y eso… no lo hemos hecho. Por lo tanto, ¿de quién será el futuro de Euskal Herria? Ahora, de todos. Pero yo me veo en una Euskal Herria cultural, una Euskal Herria unida a su idioma.Emilio Lopez Adan (Gasteiz, 1946) Conocido por su seudónimo, Beltza. Médico, literato e historiador del nacionalismo vasco, nacido en Vitoria (Alava) en 1946. Fue miembro, durante el franquismo, de ETA desde 1963 hasta 1974, «Pravi», perteneciendo al Comité Ejecutivo Táctico (K. E. T.). Desde la V Asamblea de la organización, en 1966, mantuvo una línea independentista dentro de un cierto internacionalismo obrero. Exiliado desde 1968, colaborador del grupo «Gatazka» a partir de 1969. Firmante del manifiesto «Euskadi ta Askatasuna» (1970). Autor de El Nacionalismo Vasco (1876-1936); Mugalde, Henday (1974); El Nacionalismo Vasco y Clases Sociales (1976) (obra premiada en las Ferias del Libro de Donostia y Durango); El Nacionalismo Vasco en el exilio (1936-1960) (1977); Del Carlismo al Nacionalismo burgués (1978) Bortu Gordetan Lainope (1982); Zazpigarren alaba (1984), colección de diez cuentos que transcurren en diferentes épocas. Colaborador incansable en revistas, radio y televisión, donde trata temas culturales, políticos y sociales.
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