Jose Mari Ormaetxea. Uno de los fundadores de la Cooperativa Mondragón: En las empresas debe primar la equidad -dar a cada uno lo suyo- y promover la justicia social siendo un agente dinamizador del pueblo

2008-01-11

VELEZ DE MENDIZABAL AZKARRAGA, Josemari

Nuestro semanario Euskonews & Media cumple su décimo aniversario en 2008. Por ello y dentro de un programa de actividades más amplio, mensualmente iremos publicando una entrevista especial con personajes que el Consejo de Redacción de la revista ha considerado oportuno. Damos comienzo a la serie esta semana y hasta el mes de diciembre irán apareciendo puntualmente en las columnas de Euskonews & Media, publicación vasca pionera en Internet, las opiniones de personas que han tenido su lugar en los últimos años de la historia de nuestro País. Se trata del mejor regalo que podemos hacer a nuestros miles de lectores semanales.

La economía es cíclica. Lo tenemos en nuestra propia “casa”. Los ejemplos de Unión Cerrajera de Mondragón (UCEM), Fagor ..., salvando las distancias, muestran principios y finales de modelos empresariales.

Es cierto que la economía tiene ciclos. Pero este asentimiento inesquivable al analizar las grandes magnitudes que constituyen el escenario en el que actúan las empresas no tiene porqué incidir del mismo modo en los negocios o, al menos, hacerlo de la misma manera.

Los ejemplos de la Unión Cerrajera y de Fagor Electrodomésticos son evidentemente distintos porque lo son todas las causas que inciden en los éxitos y los fracasos de las empresas. Bideoa kanpoko programa batean ireki

La Unión Cerrajera, creada como tal en 1906, tuvo una época brillante en ese medio siglo de vida pujante, y es una mera casualidad que lo fuera, hasta la creación de Fagor Electrodomésticos en 1956. La Unión Cerrajera vivió un periodo espléndido protegida por la economía autárquica que se creó al separarse el Estado español del resto de la economía mundial. Su situación de gran potencia industrial -con 2.000 empleos entre sus fábricas, sobre todo, de Mondragón y Bergara- recibía agradecida del favor que le prestaba el cierre de fronteras a productos extranjeros que pudieran poner en evidencia, bien su anticuada manufactura, bien su falta de competitividad, que le hubiese obligado a la innovación.

La pericia y honradez de sus directivos no se puede poner en causa. Pero es una realidad convertida en adagio que las empresas, por espléndidas que sean, llevan el estigma de su fracaso si no tienen en cuenta el futuro que ha de llegar.

Y esta circunstancia es la que aceleró hacia 1956 y hasta 1976 el derrumbamiento de la Unión Cerrajera, al menos en lo que a mí me cabe discernir. No fueron los ciclos económicos. Fueron las personas que no intuyeron a tiempo que era la autarquía con su independencia y aislamiento de las laboriosas y eficientes empresas europeas, sobre todo, las que lastimaron el buen momento económico de la Unión Cerrajera (y luego de Elma, otra empresa paradigmática de Mondragón creada en el decenio de los ’20).

El apoltronamiento de las personas que dirigen las empresas es el que produce la pérdida de músculo industrial y la creencia de que el futuro no se diferenciará del presente, su gran error.

Por lo que atañe a Fagor Electrodomésticos, sólo es equiparable, a los cincuenta años ya superados de su vida institucional, en que ha perdido su potencial de crear empleo en Euskadi, ha reducido su capacidad de generar beneficios y, en otra coyuntura económica y social, ha perdido los perfiles del entusiasmo de los pioneros (me refiero a ese millar de cooperativistas en varias cooperativas allá por 1964).

En este caso, no equivalente al de la Unión Cerrajera, pero sí en fase de actualización de su modelo, tampoco han sido los ciclos económicos lo que han determinado su entrada en revisión del sistema socioeconómico interno. Parto de la constatación de que Fagor Electrodomésticos, ahora con 10.000 empleos en diversos países europeos gracias a su asentamiento empresarial, sólo tiene en sus plantillas en calidad de socios a un tercio de sus trabajadores. Rompe con esta estadística una condición inequívocamente labrada de forma insigne en sus orígenes: “Todos los trabajadores de esta empresa deberán ser socios que aportarán su esfuerzo a la economía comunitaria; ningún trabajador podrá dejar de ser socio y de ejercer sus derechos y deberes en calidad de administrador en común de la empresa a la que presta sus servicios”.

No son los ciclos económicos, que duran espacios de tiempo equivalentes a un lustro más o menos. Son los cambios de escenario. En la Unión Cerrajera y otras empresas de equivalente dimensión (veamos que en Gipuzkoa no queda aparte de CAF -apenas hace quince años resucitada- otra empresa que tuviera más de 1.000 empleados, a lo largo de la dictadura y la autarquía industrial, que no haya desaparecido o quedado irreconocible por su escasa dimensión) se ha producido el fenómeno de la pérdida de la influencia de sus fundadores, por haber fallecido. Los empresarios que sucedían a los fundadores pensaban que el futuro iba a seguir la inercia inextinguible del pasado. Todo era cuestión de dejarse llevar mientras la atmósfera que rodeaba a la empresa: la tecnología, los mercados, las exigencias sociales, el aprovechamiento, no paternalista, de la fuerza del trabajo y el propio producto, no se actualizaba.

Recuerdo con memoria indeleble que hace 30 ó 40 años la General Motors, dirigida por su Presidente Sloan, representaba para los Estados Unidos una referencia poderosa que a personalidades de la talla de John Kennet Galbraith les permitía decir: “Todo lo que es bueno para la General Motors es bueno para los Estados Unidos; todo lo que es bueno para los Estados Unidos es bueno para la General Motors”.

Ahora, a mediados de noviembre de 2007 leo: “La General Motors lleva perdidos este año 39.000 millones de dólares, mientras que Toyota (empresa japonesa) ha ganado 9.675’1 millones de dólares”.

Por terminar esta primera incursión en el tema que nos ha reunido añadiré: la empresa es una realización humana; su fortaleza y dimensión dependen de quienes trabajan en ella (sobre todo de quienes la dirijan) y esa fortaleza y sus magnitudes económicas y sociales son sólo parangonables con la dimensión humana que las alienta desde dentro. Los ciclos económicos propios de la naturaleza de la economía de mercado cada vez son menos protagonistas, porque se hallan más controlados por los Gobiernos, por las instituciones monetarias (véase la Reserva Federal en los Estados Unidos o el Banco Central Europeo, el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional) y, sobre todo, por la audacia de los dirigentes de las empresas y su perspicacia en prever el futuro y ponerle remedio desde el presente.

Una de las características fundamentales de la sociedad moderna es la individualización progresiva, el hecho de que las personas ya no están catalogadas por categorías sociales de clase, posición y género. Cada uno debe preparar su currículo, su estatus social. Algo que limita la capacidad como grupo, evidentemente. La pérdida de valores tradicionales en el seno de la sociedad ¿nos hace menos solidarios? Y si eso es así, sin solidaridad ¿es posible avanzar?

Esta inquietud que demuestras a través de tu pregunta es algo compleja. Pero es una preocupación real que en gentes de cierta edad cala muy hondo porque, a través de una trayectoria ya larga, veo imágenes turbadoras que me llenan de contradicciones en mis bases morales que se cimentaron en mi juventud y que ahora adquieren otra dimensión cualitativa y cuantitativa; pero sobre todo en lo que podríamos definir, y quizás abarcar, con el vocablo de preocupación “sociomoral”.

La individualización en su origen, al menos así lo creo yo, comenzó a desarrollarse en la época de la Ilustración, allí en Francia. Diderot, D’Alembert y Voltaire crean las bases para cambiar a Dios revelado por el dios Razón. Y Benjamín Franklin la protagonizó en los Estados Unidos.

A partir de aquí (han pasado más de 200 años) la cultura se extiende y hasta nuestro fundador José María Arizmendiarrieta, sacerdote, proclama que la inversión más rentable que recibe la sociedad -las personas en último término- es la que se destina a la educación. Las personas empiezan a pensar por su cuenta y cada uno hace su raciocinio y de ahí terminan sedimentando varias afirmaciones. La fe en Dios Todopoderoso no alcanzan a sentirla. Según razonan la vida no debe someterse a unos mandamientos que esencialmente dicen: “Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo”. Pero el ejercicio de este mandato no me obliga más que en la medida que yo entienda que su respeto y cumplimiento no lesionen mis propios intereses que los pongo por encima de todo. Sólo respeto aquello que dictan las leyes positivas. Y a medida que el prójimo se aleja de mi familia y mis cercanos por mí elegidos, no me siento obligado con los demás. Es decir, los demás no existen para mí en la medida que yo no pueda obtener algo a cambio: es la poderosa ley de la economía del mercado infiltrada en el quehacer diario. Es la esencia del individualismo que para el creyente, fiel y cumplidor creyente, tenía su corrección en la sujeción a la norma moral no a la norma egocentrista.

Y la educación tiende a la igualación del conocimiento, y la igualdad en el conocimiento atrae mayor confortabilidad económica. Ambas, el conocimiento intelectual y la riqueza material, crean unas personas refractarias al compromiso moral y social y se produce la igualdad de clases, al menos en esos niveles mínimos de poder acceder -en nuestra tierra, claro- a una vivienda digna, unas vacaciones que compensen el trabajo metódico, comprometido y rígido del día a día.

Me parece, empero, que tu pregunta, al hacérmela a mí, tiene como trasunto esta interrogante: hoy bajo este clima de descreimiento, de un bienestar que nos coloca en ese 10% de los habitantes de la Tierra que mejor Índice de Desarrollo Humano tienen, y al vivir en un país y en una comarca en la cual la distribución de la riqueza está hecha con equidad, ¿sería posible implantar el cooperativismo “angelista” de 1955?.

Es evidente que no; que sería imposible.

La cultura y lo que llamas, en su conjunto, pérdida de valores tradicionales implantada ahora ha creado el “habitat” de un ciudadano nuevo más racional, más culto, más propietario de bienes materiales e intelectuales. Por otro lado, el final de la dictadura y el acceso a la democracia ha permitido, por derecho propio, que los sindicatos sean los grandes valedores de los trabajadores que, por el contrario, se hallaban indefensos de hecho pese a la existencia de los Sindicatos Verticales Gremiales. Éstos actuaban de forma paternalista y, sin la colaboración y sin ningún entusiasmo de los trabajadores, se erigían en sus inocuos defensores.

En 1955 la única forma de salir de una situación generalizada de incuria y desigualdad social era llegar, de algún modo, a ser empresario. Eran quienes tenían poder real, más capacidad adquisitiva y quienes podían enviar a sus hijos a la Universidad, a la que sólo alcanzaba el 1% de la población. Hoy llega el que lo desea y supera ya al 50% de la población autóctona.

Por tanto, aventurar actualmente unas empresas de corte personalista “cada persona/socio/trabajador, un voto” frente a “una acción un voto” no tiene el valor sentimental, novedoso y rupturista que hace medio siglo la tuvo. Esto no quiere decir que no se pueda avanzar. Pero habrá que hacerlo, sobre todo, en el ámbito de los valores del espíritu. Pienso que los valores materiales e intelectuales se hallan al borde de la saturación; el que se halla más vacío es el espíritu. Y para ello hay que recuperar la fe en algo. Sobre todo en dirección a “los demás”. Hacia aquellos que por distintas adversidades vitales: salud, marginalidad, soledad, sufren.

Las empresas de carácter económico también necesitarán de líderes sobre todo capaces de tener una cosmovisión de un mundo, no ya autárquico como lo fue hace sólo medio siglo, sino globalizado. Y la asunción generosa de los deberes inherentes a la condición de empresarios deberá ser valorada con el premio que se merece la virtud de asumirlos.

El futuro no puede ser extrapolación de modelos ya caducos. Hay que reinventar, algo que debe ser consustancial con la persona. Y hemos crecido en la idea general de que el no avanzar es retroceder... Ahora bien, ¿de qué se trata en estos momentos del siglo XXI cuando nos referimos al avance? ¿Qué entendemos por no retroceder?

Para un hombre como yo que ha vivido durante 66 años en la entrañas de la empresa, esta reflexión que me haces adquiere casi un valor metafísico: más allá de la concepción material de las cosas en las que el empresario se fija menos porque éste se acerca a los números, a los materiales, al mercado y a su correlación de fuerzas ante sus competidores y hacia el futuro.

Siguiendo con lo que he dicho antes, los problemas que veo en la sociedad de hoy no son susceptibles de que sean resueltos en la empresa, al menos en su totalidad. Es la sociedad, la educación que se imparta en la familia, en los centros de enseñanza y en la convivencia diaria la que tiene que ser adaptada al cambio generacional.

Cuando se ha creado una atmósfera en la que prevalecen las prerrogativas individuales sobre los compromisos morales o éticos, éstos se hacen más sutiles y se buscan formas de escurrir nuestra propia responsabilidad. Nosotros, los cooperativistas, apadrinamos en cierta forma una ONG llamada Mundukide que trabaja con intensidad y buen aprovechamiento de personal jubilado que no percibe ningún estipendio por sus desvelos. Pero la financiación, que puede llegar a unos 1,5 millones de euros anuales, procede de las instituciones: las cooperativas, de su Fondo de Obras Sociales, que es necesariamente obligatorio, y del apoyo del Gobierno Vasco que se nutre de los impuestos que también son obligatorio aportar por todos los ciudadanos. Mientras, las aportaciones individuales de los socios cooperativistas no llegan al 5% de los ingresos de esta ONG.

Todos voceamos la búsqueda de la equidad a escala global, internacional, para que no se den diferencias del Índice de Desarrollo Humano que colocan a Sierra Leona y otros países aledaños en apenas 300 dólares “per capita” y que sólo tienen 35 años de esperanza de vida, pero nadie se siente llamado a resolver esta desigualdad. Entretanto en el País Vasco se llega ya a los 30.000 dólares “per capita” y la esperanza de vida al nacer llega a los 80 años.

Y, concluyendo con la última parte de tu pregunta, pienso que en ese sentido hemos retrocedido. En 1961, cinco años más tarde de haber creado la primera empresa cooperativa, se decidió crear la Nueva Escuela Profesional, luego Escuela Politécnica y ahora Mondragón Unibertsitatea. Iba a costar en total unos 50 millones de pesetas de aquella época, equivalentes a 2.800 millones de 2007. Los socios de Ulgor -todos- decidimos destinar el 20% de nuestros beneficios personales, acumulados desde el origen, a la creación de esa Nueva Escuela transfiriendo a unos 4 millones de pesetas (unos 220 millones actuales). Probablemente con la mentalidad individualista actual la Escuela Politécnica, y con ella la Universidad, no hubiesen existido.

En mi opinión, para no retroceder, hay que hablar más de responsabilidades sociales y proclamar menos los derechos que cada uno tiene. Atribuir más potestades a quienes nos educan para encarar con mayor dedicación a los demás nuestro comportamiento social; los políticos deben ser, además de bien elegidos, consecuentes con las normas que dicta la equidad y el buen sentido, sin prepotencia y sin dejarse llevar por la supuesta aureola que concede el cargo; y los padres, aunque económicamente lo puedan hacer, no deben cargar sobre sus hijos la rémora de la ausencia de sensibilidad hacia el otro, su compañero, que quizás tenga más limitaciones que la suya para vivir.

A mi juicio, hay que reflexionar, pararse a pensar, no necesariamente en las naves de una Iglesia, para transmitir a las generaciones nuevas –las viejas o maduras ya no tenemos remedio- que también se puede ser feliz, o alcanzar al menos un grado mayor de satisfacción, si se colabora con los demás y se les apoya para que encuentren más encantadora la vida. Que es posible hacerlo.

La incapacidad para ese avance social ¿es cuestión de educación? ¿Nos hemos adocenado?

El adocenamiento y la despersonalización, pese al individualismo persistente, se da como corolario irrefrenable de la pérdida de valores del espíritu. Desde el siglo IV la Iglesia fue adoptada como iglesia oficial del Imperio Romano por el emperador Constantino. La educación y la razón, una vez acelerada su implantación a través de la Ilustración en la Edad Contemporánea, puso en causa esa implantación por decreto y la libertad de pensamiento nacida del enciclopedismo ha ido deslizando a las mentes hacia el adocenamiento que culmina en el ejercicio de la comodidad y el hedonismo.

No tenemos referencias religiosas, no pensamos en un Ser Divino del que depender, pero no hemos encontrado algo que le sustituya y que las personas necesitan.

El horizonte, su propio horizonte, lo fija cada uno. Y lo hace de forma acomodaticia. Hoy todos somos iguales: el mayor beneficio económico y social que busca la satisfacción individual es el vector que nos orienta.

El esfuerzo es el mínimo que sea posible hacer para subsistir y convivir, y resultan vanos los esfuerzos en la búsqueda de identidades más comprometidas. Todo lo que se hace por la gran mayoría debe ser remunerado. De otro modo las cosas o no se hacen o se deterioran.

En el ejercicio de las obligaciones para acceder a ser cooperativista en nuestras empresas personalistas, una de las condiciones previas para su admisión como socio trabajador, consiste en hacer una aportación que se acerca a los 12.000 euros. (En 1956, hace cincuenta años, se exigían 50.000 pesetas). Entonces se ganaba entre 1.500 y 2.000 pesetas mensuales; hoy se gana unas 120 veces más. Y, sin embargo, se considera que estas aportaciones son una rémora y que el trabajo es un derecho básico de las personas por el que no debe pagarse ningún “peaje”. Pero se trata de desconocer que con esa entrega que “arriesga” en la empresa no sólo se va a trabajar sino a ser propietario de los bienes de producción que utiliza y a acceder a los derechos de elegir y ser elegido, y a ser retribuido con los beneficios que le reporte su buen hacer en solidaridad con los demás socios trabajadores.

Sin embargo, hay sociedades gastronómicas en cuya constitución cada socio aporta casi una cantidad equivalente (porque eso cuesta una instalación que comience a funcionar ahora mismo) y todos los fundadores de esa sociedad o “txoko” lo creen necesario. Si enfrentamos la búsqueda de un empleo que satisfaga nuestras necesidades profesionales, económicas y sociales con el derecho a ir un día o dos por semana a una sociedad gastronómica vemos que la alternativa se balancea a favor del empleo. Pero nuestra lógica teñida de adocenamiento y de falta de reflexión busca el camino fácil que da cierto postín, que satisface nuestra tendencia a la vida lúdica a cuyo disfrute siempre tendremos derecho. Sea porque hallamos acomodo o porque constituye una prerrogativa inalienable.

¿Qúe se debe hacer? ¿Cómo corregir a nuestra sociedad -perdón, cómo corregirnos nosotros mismos- para adoptar una idea diferente de progreso?

De la empresa has pasado a la sociedad. Y de las técnicas de la organización de la microeconomía -que es la empresa- has saltado a la búsqueda de una fórmula que pueda frenar la paradoja del progreso económico simultáneamente al retroceso de los valores del espíritu. No solamente los religiosos, cuya referencia eludes, sino aquellos que concitan la solidaridad, el tan famoso en otros tiempos “bien común”, la amistad comprometida y el deber alentado por principios que arraigan en el espíritu y se desarraigan de la materialidad y el egoísmo para alcanzar “cosas”.

Yo no tengo capacidad para abordar estos temas con la hondura debida. En primer lugar por mi formación particularmente técnica: procedo de la empresa, aunque en ella hayan sido las personas el eje de su organización.

Y tú me inquieres, ya anunciándome, “¿cómo corregirnos nosotros mismos para adoptar una idea diferente de progreso?”.

No tengo experiencia en tan inabarcable cuestión. Pero desde mi modesta visión y las lecturas que acostumbro te voy a decir aquello que por decantación de ideas me bulle en la mente.

Estamos llegando a un momento en el que tener más cosas no aporta, no ya más felicidad, ni siquiera más satisfacción. Y piensas que entretanto hay más de 1.500 millones de personas en el mundo que pasan hambre. Más aún, Jeffrey Sachs, economista americano, señala que en el año 2004, por ejemplo, los Estados Unidos gastaron 450.000 millones de dólares en armamento y que entretanto en ayuda al exterior destinaba 15.000 millones a países pobres. Mientras, según sus cálculos, sólo haría falta destinar desde el mundo rico 250.000 millones de dólares al año, de forma específica, según sus perentorias necesidades, a cada país en estado de pobreza, para afrontar la enorme diferencia que nos separa y mitigar, eliminando las muertes, por inanición, a la tercera parte de la humanidad.

Por otra parte, he oído decir a conferenciantes de lustre como Ramonet, Director de “Le Monde Diplomatique” que si sólo los chinos decidiesen usar papel higiénico acabarían pronto con todos los bosques de la Tierra para obtener la celulosa necesaria.

De modo que para situarme en las debidas coordenadas, que es adonde creo que me quieres llevar, yo no vislumbro otra fórmula para avanzar socialmente que la de repartir mejor la riqueza, lo cual nos obligarían a los países de alto y medio desarrollo a “vivir peor”. Si vivir peor solo representara en la vida, como he dicho antes, tener menos cosas cabalmente superfluas a partir de cierto punto.

Pero tengo la impresión de que la orientación de cada persona no va por ahí. Los modelos de vida, la ley del más fuerte, los estímulos publicitarios, van calándonos subliminalmente y nos hacen creer falsamente que la felicidad no es efímera, como lo es, sino asible, mantenible y de ahí que los estímulos hacia los demás representen un vector humano de bajo perfil y menor aquiescencia.

El progreso no es sinónimo de crecimiento... por lo menos desde una revisión de sus definiciones tradicionales durante el siglo XX. ¿Cómo hacer para establecer una nueva definición que cale en la sociedad?

Vuelves a introducirme en la esfera del pensamiento lejos de la empresa que, si algo sé, lo sé de ella.

Nosotros recibimos una educación cristiana en unas familias cristianas, pobres de solemnidad. Y es lo cierto que desde que tenemos uso de razón hemos vivido en la Iglesia, en esa comunidad de fieles que la conforman.

Eso era así también cuando teníamos treinta años. Exactamente cuando comenzamos a crear, bajo un espíritu cristiano, empresas que respetaran la inviolabilidad del hombre según las enseñanzas de la iglesia y, en particular, de las encíclicas papales “Rerum Novarum” de León XIII y “Quadragessimo Anno” de Pío XI, que fueron desarrolladas y estudiadas a fondo por sacerdotes guipuzcoanos o vascos, como Ricardo Alberdi de Irún, José María Setién de Hernani, o Carlos Abaitua de Berriz. Entre los tres escribieron el libro “Exigencias cristianas en el desarrollo económico y social”, editado en torno a 1960 para glosar la encíclica “Mater et Magistra” de Juan XXIII.

Entretanto, José María Arizmendiarrieta, guiado por el mismo deber, trató de encarnar estas ideas emitidas por Roma para influir primero en unos jóvenes y luego crear con ellos unas empresas: esas son las cooperativas de Mondragón que en 50 años han llegado a cobijar ya al finalizar 2007 casi 100.000 empleos de los que ¡ojo! sólo son cooperativistas unos 27.000.

Entonces creíamos sinceramente que el progreso, así concebido, generaría solidaridad y generosidad como resultado de haber creado un modelo de “hombre nuevo” desasido de la atracción individualizada de la riqueza.

De este modo, como una mancha de aceite, alentada por una Escuela Politécnica, una Facultad de Humanidades, Huezi, y la Facultad de Ciencias Empresariales, Eteo, llegaríamos a potenciar a través de una conformación mental sustancialmente generosa que influiría individual y colectivamente en la sociedad que nos tocaba vivir.

Pero, que yo recuerde, y no creo equivocarme, en este medio siglo la potencialidad de la Iglesia ha disminuido de forma alarmante. Sin utilizar eufemismos, que en esta entrevista abiertamente generosa no sirven, se puede afirmar que si en 1950 el 95% de los jóvenes practicaban la Eucaristía y los Sacramentos, como prueba de su adhesión al Evangelio, hoy apenas lo hace un 2 ó 3%. Pero lo más preocupante es que esa “revisión de las definiciones tradicionales” a las que tú te refieres, no han sido sustituidos por ningún otro atractivo o forma de conducta practicada con asiduidad para paliar la falta de referencias -aunque no sean cristianas-.

Porque no son escenarios morales el consumismo y la vida placentera; ni el individualismo exacerbado; ni las ganancias con el mínimo esfuerzo ni, lo que es más central del decálogo cristiano, la preocupación por los demás hacia ese prójimo que nos rodea y nos necesita.

No soy capaz de afirmar, empero, que la base social de hoy, sobre todo la que tiene entre 30 y 60 años, sea, en términos objetivables, más consumista o descreída. Creo que lo es pero que lo es en la medida que sus rentas/ingresos se han multiplicado por diez en medio siglo y no se ha agotado aún el espejuelo del atrayente mensaje, aunque pueril, del gasto por el gasto, sin establecer jerarquías éticas que puedan influir en sus conductas.

Es difícil imaginar una comunidad como la nuestra actual, acostumbrada a un ritmo intenso de vida consumista, poniendo freno a esa tendencia... Por otro lado, algo que olvidamos con frecuencia es que la actual situación la hemos creado nosotros... Nadie nos la ha impuesto... si bien es cierto que nuestra debilidad ha sido manifiesta al aceptar gustosos subliminales reglas de juego, que nos han llevado a escenarios insostenibles.

Para contestar quiero recordar sobre el papel que la Iglesia, “Madre y Maestra” según el añorado Papa Juan XXIII, puede hacer hoy.

Creo, sinceramente, que le queda poco espacio. Los seminarios se hallan vacíos, las iglesias cerradas con profusión, los jóvenes (algunos, según lo hayan decidido voluntariamente sus padres) cuando celebran su primera comunión es la última vez que van a la iglesia, salvo que se produzca un acontecimiento social -bodas, funerales u otras primeras comuniones-.

Disminuyen los fieles, del mismo modo que disminuyen los sacerdotes y se camina hacia una práctica religiosa nula. Me pregunto a veces cuándo -por la inercia de estas realidades percibibles para todos- se habrá terminado definitivamente la todavía posible influencia de la Religión en la vida ciudadana. Porque siendo tres los focos de influencia moral en los jóvenes -la enseñanza, la familia y la Iglesia- vemos que se cierran los colegios fundados por religiosos (en Mondragón desaparecerán, si no lo han hecho ya, los dos que existían, alguno de ellos centenario).

La falta de religiosos se sustituye por seglares y, al tiempo, dejan de ser rentables y religiosos. En determinadas iglesias -en Vitoria por ejemplo- de cuya Diócesis salieron tantos curas y misioneros, los sacerdotes autóctonos que escasean con apremio, pese a ser esta capital el ejemplo clásico de una ciudad levítica, los altares son ocupados por sacerdotes que proceden de Africa o América en donde dejaron su semilla evangélica millares de sacerdotes vascos que allí fueron a evangelizar.

La tendencia consumista de nuestra comunidad por la que me interrogas sólo puede hallar una solución -digo, “sólo puede”, que no sé si puede- creando una conciencia ética de alcance universal, credo al que se pueden adherir todas las sensibilidades éticas. Porque, hasta el agnóstico, el no creyente y el ateo piensan, y si piensan, tienen que aceptar unas reglas morales que se invoquen y se practiquen universalmente.

Hans Küng, teólogo cristiano (porque hay quien afirma que no es un teólogo católico) se mueve en esta dirección: la búsqueda de un decálogo moral o ético que transversalmente afecte a todos los habitantes de la Tierra. Sería una especie de Religión sin invocar a un dios determinado. Pero que, en cualquier caso, quedaría a la libre voluntad de cada uno elegir la referencia divina -o no divina- que específicamente eligiera.

Serían entonces menores los ritos, aunque en una humanidad cada vez más intelectual, más reflexiva y más conceptualizadora, la vivencia interna, enfocada desde una ética compartida, sería más plausible, más reconocida y serviría de referencia inexcusable en las relaciones humanas divididas artificialmente por los límites geográficos -sólo geográficos- de los estados. Éstos deberían pasar a ser un anacronismo, lo mismo que la moneda, los idiomas (se hallará o elegirá uno como “lingua franca” y quedará atesorada la lengua vernácula de cada espacio natural que así lo desee).

Lo que ocurre es que a este panorama que intuyo, con nula preparación filosófica para ello, yo no puedo ponerle fecha. No sé si se producirá –aunque intuyo que sí- y menos sé cuándo se podrá culminar el proceso. Porque hay que huir de las prognosis con fecha. Hace unos cuarenta años los sabios Herman Kahn y Anthony J. Wiener escribieron, con la ayuda del Instituto Hudson, cuál sería el sistema internacional a plazo muy largo e investigaron sobre la política y el cambio social. Tuvieron el atrevimiento de fijar sus pronósticos en el escenario del año 2000. Yo seguí el texto para que me ayudara en mis conocimientos para aplicarlo a las cooperativas de las que era responsable. Pero al poco tiempo dejó de ser mi libro de cabecera porque Hahn y Wiener no acertaban. Lo difícil en estas materias tan “grandiosas” es establecer la fecha de su implantación.

Pero si lo que se propone por Hans Küng se diera, los “escenarios serían más sostenibles”.

¿Es necesario hacerse más pobre para salir del atolladero?

Antes de llegar a esta conclusión, que me parece derrotista y desalentadora, hay que preguntarse “¿qué es ser más pobre?”. Mi generación, la que pasó la guerra civil (1936-1939) conoció la vida pobre con necesidades elementales sin cubrir. El hambre, profunda en los estadios más bajos del nivel social, que era al menos más de la mitad de la población; la falta de higiene y consecuentemente la aparición de enfermedades infecciosas antes de que se descubrieran los antibióticos; la carencia de recursos para poderse vestir con el decoro que desean los jóvenes y los mayores; la ausencia de poder acceder a una formación universitaria y aún con el mayor esfuerzo económico de las familias, fueron los cánones de nuestras vidas, y como yo quienes tenían mi edad. Así transcurrió nuestra infancia y adolescencia desde los nueve años hasta los veinte o veintidós años.

Setenta años más tarde las condiciones de vida han cambiado y ninguna de esas lacras sociales se dan en nuestra tierra vasca, salvo excepciones muy contadas y en ningún caso se producen todas las desventuras a la vez: la sociedad está incrustada en una carpa política democrática y de un alto nivel de gasto de conjunto que nos sitúa en una posición privilegiada como he dicho antes, y la equidad en la distribución de las rentas producidas hace el resto: la superación de la estamentación de clases, impermeable antes por el estatus social, se ha producido.

Por esta razón cuando me preguntas si habría que rebajar el acceso a esos bienes y esos modos de vida que “nos han llevado a escenarios insostenibles”, y para remediarlo propones ahora “hacerse más pobre”, es necesario hacer una nueva reflexión previa.

La saturación de medios materiales para vivir no es la solución para acceder a la felicidad, ni al bienestar, ni siquiera a la satisfacción, que es lo que más se puede lograr.

La práctica intelectual que enriquece otras potencialidades está haciendo acto de presencia y hoy nuestra juventud desdeña el ritual de comer con exquisitez y vestir con el esmero de un petimetre. En nuestro pueblo de Arrasaste se celebra el “Día de Maritxu Kajoi”. Es el primer viernes de cada octubre. Es ese día en que con desenfado y cierto escarnio se dedica para rememorar quizás la ridiculez del atuendo rígido y encorsetado por la perseguida ostentación del pasado, que ya ha quedado superada.

La juventud viene buscando alguna fórmula que le nutra el espíritu de eso que se llama algo así como “alma racional”. Ya no vienen nuestros hijos y nuestros nietos pidiendo ostentación que consume “renta per capita”, sino satisfacer su espíritu. La educación ha puesto en jaque los convencionalismos. Y las nuevas cohortes reclaman libertad, mientras piden que se dé respuesta a sus inquietudes latentes en el espíritu.

No les importa tanto enriquecerse económicamente, modelo que va agotando su capacidad de aportarnos bienestar. Sin embargo, quieren ser escuchados; cada uno ha formado su personalidad, tiene criterio y pide espacios para exponer sus preferencias y opciones.

Es individualista, pero no avaricioso precisamente de dinero.

De modo que hacia el futuro pienso que a las personas que conozco, las que me rodean, no les importará frenar su capacidad de gasto si la sociedad le da oportunidades de enriquecerse con las ganancias que les pueden venir del cultivo del espíritu, que son, cada vez en mayor medida, patrimonio de las personales racionales.

Lo cual no se opone a que los adolescentes y los maduros, en beneficio de su estética y su salud, cultiven mejor su cuerpo, lo mismo que se sientan inclinados a la lectura de ensayos de autoayuda. Pero estos progresos en la mejora de vida se consiguen aun renunciando a parte de lo que simplemente es ganar dinero.

Mirando hacia atrás, ¿sería posible hoy un modelo empresarial como el que surgió en 1956?

No. No es posible. Ni seguramente necesario. La cancha en la que se debate la empresa es infinitamente más amplia que hace cincuenta años, porque la economía se ha mundializado bajo la genérica denominación de globalización.

Y en esta confrontación de nuestras empresas con las que concurren en el mercado hay sólo un mecanismo de interrelación: es el flujo del dinero. Es el dinero el que no tiene fronteras, el medio de pago por excelencia, el que mide si se acrecienta o disminuye la eficiencia de las tecnologías, de la organización y de la producción obtenida.

Porque el dinero tiene la facultad de ser fungible, flexible, intercambiable y amortizable. Y no lo son las personas porque no son intercambiables, ni desplazables, ni amortizables. De modo que en este estadio de la economía, agotándose su primera decena del siglo XXI, el propio cooperativismo -como paradigmático modelo de sociedad de personas- ha agotado su tiempo y progresivamente va aceptando gran parte del modelo capitalista. Se crean empresas en forma de sociedades anónimas, en otros países y en el propio Estado español, que unas veces son plenamente propiedad suya y otras lo son en parte mayoritaria. Como resultado, ya menos del 30% del número de trabajadores son cooperativistas y la tendencia a largo plazo, de seguir esta trayectoria, hará que en otros cincuenta años la sociedad de personas sea recordada con nostalgia. Nunca se le discutirá el mérito de haber nacido a la vida económica y social como un exponente de lo que representa el hombre organizado en comunidades de trabajo en libertad para decidir y con derechos económicos y políticos soberanamente suyos, pero habrá que hallar otras fórmulas de equidad compatibles con la globalidad del mercado y la financiación.

Su notoriedad y excepcionalidad, reconocida en todo el mundo, se habrá extinguido como modelo a desarrollar. Lo cual no evitará tener que reconocer que sus raíces y la potencialidad de su magnífica capacidad de crear bienestar para todos fue haber comprendido que la persona es el factor esencial también de las empresas económicas, y el capital su instrumento indispensable. Instrumento que, me atrevo a decir, no debiera ser nunca el afán esencial de toda persona, sino eso: un instrumento a su servicio.

El cooperativismo necesita una relectura...

Es una buena costumbre de todo buen empresario recorrer el tramo de vida pasado y proyectarlo, sin inercias, sino con la idea de “renacer y adaptarse a nuevas circunstancias” en todo momento. Como decía Arizmendiarrieta, nuestra obligación es hallarnos siempre en período constituyente. La horma del pasado no debe ser óbice para buscar nuevos desarrollos e innovaciones tanto en la organización interna y externa de nuestras empresas como en el replanteamiento de su vida social. En la norma cristalizada no existe la innovación.

En los comienzos, por aquello de que el cooperativismo era una “obra predilecta” del Régimen y porque los límites del derecho positivo eran muy estrechos, manejamos con avidez una idea de un gran economista que con el tiempo llegó a ser Director General del Banco de Bizkaia: José Luis Serrano Lizarralde.

Su modelo de concepción de la empresa lo denominaba “La sociedad total”. En su introducción decía: “Primun vivere et deinde philosophare”, algo así como anunciando que primero había que nutrirse y vivir y luego filosofar. Y en este pragmatismo, expresado en el documento que aún se conserva en el Aula-Museo de Dn. José María Arizmendiarrieta, venía a dividir el poder y el derecho de la empresa en tres partes. La primera la ejercía quien trabajaba: la persona; la segunda la ostentaba quien aportaba los medios de producción: el capital; y la tercera se adjudicaba al empresario: los directivos elegidos para regir los destinos de la empresa.

Pero este modelo no cabía, ni con adaptaciones, a la vigente -entonces, en 1955- Ley de Sociedades Anónimas. Por eso no prosperó. En esa relectura que sugieres quizás sea un modelo que puede ser raíz de un nuevo esquema de empresa. A la Ley de Cooperativas de Euskadi se le han extraído todas las opciones posibles: la creación de cooperativas mixtas (en las que los derechos sociales de los trabajadores que no son socios pueden llegar al 49%, correspondiendo el restante 51% a los socios); las aportaciones financieras subordinadas; el 20% de personal no socio; el socio de duración determinada, etc.. Pero son soluciones que dan poco juego porque, después de todo, el cooperativismo, por muchas formas que se le dé, nunca podrá acudir al mercado de capitales; el mercado de títulos donde se expone a la vista de quienes disponen de ahorro donde deben invertir en una transparencia reglamentada que queda muy lejos de los cánones de flexibilidad del cooperativismo.

No conozco cuál es la alternativa a un cooperativismo tan riguroso como lo fue el nuestro, aunque aquí se siga aquel aforismo muy utilizado por Arizmendiarrieta que dice: “El cooperativismo es una proceso dinámico para desarrollar nuevas experiencias”.

De lo que sí estoy seguro es de que en las empresas debe primar la equidad -dar a cada uno lo suyo- y promover la justicia social siendo un agente dinamizador del pueblo. Pero para que esto sea posible las empresas -sean cooperativas o no- deben ser rentables: dicho sin ambages, deben ganar dinero. Para ello deben ser bien gestionadas, competitivas, creadoras de valor añadido y, yendo más allá de la mera gestión ordinaria y planificada, poner al frente de las empresas directivos imaginativos, abarcadores de la compleja y sutil trama que les rodea para saber progresar y poder ser un bien social compartido. Hay que investigar en el modelo social, pero es la hora del esfuerzo creador generoso. Jose Mari Ormaetxea

(Mondragón, 1926) Nacido en Mondragón (Gipuzkoa) el 23 de diciembre de 1926, supo canalizar desde muy joven sus extraordinarias dotes para el estudio y el trabajo por la vía empresarial sin dejar de tener fija la mirada en el proyecto social del padre Arizmendiarrieta. Terminó sus estudios de Maestro Industrial Mecánico (1945) y se tituló como Perito Químico por la Escuela de Peritos Industriales de Zaragoza (1952). Ha dedicado su vida por completo al movimiento cooperativista de Mondragón, en el que ha ocupado numerosos cargos que avalan su extraordinaria actividad: Cofundador y Gerente de ULGOR (primera cooperativa del Grupo Cooperativo Mondragón) (1956-1962); Presidente del Consejo de Dirección del Grupo Cooperativo ULARCO (1962-1970); Director General de la Cooperativa de Crédito Caja Laboral Popular (1960-1987), y Consejero hasta 1990; Fundador y Presidente del Grupo Cooperativo Mondragón (en la actualidad, Mondragón Corporación Cooperativa-MCC) (1985-1990); Director del Centro de Formación Cooperativa y Directiva OTALORA (1990-1991); Vicepresidente Ejecutivo de la Sociedad para la Promoción y Reconversión Industrial (SPRI), dependiente del Departamento de Industria del Gobierno Vasco, y Presidente de la Sociedad Capital Riesgo, dependiente de la SPRI (1991-1992). Es autor de varios libros y ponencias sobre la “experiencia cooperativa de Mondragón”. Est? en posesi?n de numerosas distinciones otorgadas por su larga trayectoria en el trabajo.
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