Cet article vise à mettre en lumière un aspect existentiel important de la vie de Miguel de Unamuno : son amour de la montagne. Nous nous concentrerons principalement sur le contexte historique et social de l'alpinisme européen et sur les sources littéraires qui ont nourri les textes sur la trajectoire montagnarde d'Unamuno. Nous sommes arrivés à la conclusion principale qu'Unamuno suivait ce qui était publié sur le sujet.
El montañismo de Miguel de Unamuno: contexto y fuentes
Miguel de Unamuno's mountaineering: context and sources
1. Introducción
La afición a la montaña de Miguel de Unamuno (1864-1936) se refleja en numerosos relatos autobiográficos de viajes y ascensiones, que ponen de relieve que no se trata de un simple pasatiempo practicado ocasionalmente. En algunas etapas de la vida del escritor sus salidas montañeras tuvieron una relevancia patente en sus textos literarios, aunque no han recibido la debida atención por parte de los investigadores que han estudiado su obra y trayectoria vital. En las biografías más recientes no hallamos mención alguna a esta importante faceta de la personalidad del filósofo; es el caso de la sugestiva obra del profesor Jon Juaristi (2012).
La inclinación montañera de Unamuno responde principalmente a la influencia de dos factores. Primeramente, al hecho de que en la segunda mitad del siglo XIX arraigó en el continente europeo el montañismo como actividad de carácter deportivo y recreativo, que hizo suya un sector de la clase social pudiente que contaba con suficiente tiempo libre. El hobby llegó especialmente a Bilbao, la villa natal de Unamuno, circundada de montes. De otro lado, cabe destacar la influencia británica en la ciudad, puesta de manifiesto en las relaciones comerciales con Inglaterra y en otros ámbitos de la vida social. Destacamos un segundo elemento: el eco que alcanzó en la literatura decimonónica la afición a la montaña. Las letras enriquecen la actividad, la dotan de significado, y constituyen un referente evidente en la propia producción artística de Unamuno. Trataremos de atender a ambos factores, tanto desde una perspectiva local como teniendo en consideración la tendencia general de la época.
En una mirada retrospectiva de madurez, Unamuno recordaba que el germen de su afición se hallaba en las estancias veraniegas que realizaba de niño en la anteiglesia de Deusto, futuro barrio bilbaíno. Allí, en el curso de las pequeñas aventuras que llevaba a cabo “a imitación de los héroes de Julio Verne” (1908/1951, pág. 76), observaba desde las faldas del monte Archanda el cercano monte Pagasarri, el “Himalaya” de su niñez. Ya en la adolescencia y en los primeros años de la juventud las salidas a la montaña constituían una de las vías de escape de una ciudad que tras la pérdida de los Fueros acusaba la llegada masiva de gentes procedentes de allende de las montañas, atraídas por la industria minera y metalúrgica. Mantuvo la vocación montañera en la época de profesor y rector en Salamanca. En esta etapa le fueron especialmente queridas las cumbres de la Sierra de Gredos, pero no descuidó los montes de su tierra natal. Solía ir acompañado de colegas del mundo académico, y en su modo de aproximación intelectual a la montaña se atuvo a las pautas que seguía el excursionismo savant, tal como se entiende en las décadas finales del siglo XIX y primeras del XX. Aprovechó más adelante el exilio en Fuerteventura, donde continuaron las ascensiones a las montañas volcánicas insulares. La inclinación decayó en el período de destierro en Francia, a medida que iba mermando el vigor de la juventud y con la edad se abría paso la nostalgia de las excursiones pretéritas. Hay que tener en cuenta, de otro lado, que el éxito que habían alcanzado sus novelas relegó el cultivo del resto de los géneros literarios, como es el caso de la literatura de viajes. Resulta más complicado seguir los presumibles paseos de las dos últimas décadas de su vida, que posiblemente acarrearían un riesgo físico menor que los de su juventud.
Las ascensiones de Unamuno a montes y montañas han sido estudiadas por entusiastas de estos accidentes orográficos, normalmente expertos procedentes o residentes en los lugares que se mencionan en sus escritos. Como es natural el tema ha interesado sobre todo a los historiadores y geógrafos, entre los que destaca el profesor Eduardo Martínez de Pisón. El célebre geógrafo madrileño, al profundizar en la cuestión de la imagen y el sentimiento de la montaña en las artes plásticas, la música y la literatura, ha publicado al respecto obras de divulgación de gran popularidad (2002 y 2017) que contienen referencias a la vocación montañera de Unamuno. Otros estudiosos han explorado el apego a la montaña del filósofo bilbaíno de un modo más tangencial. Es el caso de López Ontiveros (2009), que al estudiar la configuración de la identidad nacional, se ocupó del papel que desempeñaron los montes y el paisaje rural descritos por el escritor. Ferraz Gracia (2020) ha examinado en su tesis doctoral el acervo literario suscitado por el Pirineo, y dedica un apartado al paso de Unamuno por la Maladeta. Casado de Otalora (2010) y Villar Ezcurra (2021) han estudiado de manera general el sentimiento de la naturaleza y el paisaje en Unamuno. Por otra parte, la influencia del contexto político y social vasco en la conformación de la identidad fue abordada por Lorenzo Arza (2014). Extrajo información de un breve análisis de la obra autobiográfica Recuerdos de niñez y mocedad (1908) y del cuento “Solitaña”. Finalmente, Ostolaza ha investigado la expansión del montañismo vasco de finales del siglo XIX y a comienzos del siglo XX, y la repercusión que tuvo este fenómeno sobre la identidad vasca. Aprecia en la novela unamuniana Paz en la guerra el surgimiento y la incidencia de la noción de un volkgeist vasco, entendido como esencia de la identidad, así como del concepto unamuniano de intrahistoria, construido a partir del entorno rural y montañoso de las cercanías de la villa natal. Ostolaza estima que la influencia de John Ruskin resulta perceptible en la concepción del paisaje. En opinión de la historiadora, tras el descubrimiento del paisaje castellano, el paisaje vasco pasó a un segundo plano y perdió su carácter sublime (2018, p. 73-79).
El componente literario de las ascensiones del filósofo ha sido explorado por Monreal (2017 y 2020) con cierta exhaustividad, aun sin agotar el tema del que nos ocupamos ahora. Con anterioridad, Rodríguez Fischer (2008) había estudiado las ascensiones como modos de peregrinaje, de ejercicio estético y espiritual, y completó el análisis con la visión unamuniana de otros elementos de la orografía tales como la llanura y el mar. Por otro lado, dejaremos de lado algunos trabajos que se ocupan de la vertiente montañera y literaria de Unamuno, al carecer de una dimensión académica. Es el caso del libro de Serrano publicado por la editorial Desnivel (2018), que dio cuenta de 32 ascensiones a montes, aportando los textos relacionados con las excursiones.
Dada la multiplicidad de perspectivas posibles, nos hemos propuesto clarificar ahora el origen de la pasión de Unamuno por la montaña. Pretendemos también contribuir a una mejor comprensión de su visión particular del montañismo y del paisaje que descubrió y recreó en sus ascensiones. Tal como hemos adelantado, haremos en primer lugar unas anotaciones sobre el contexto histórico, social y literario europeo, que explican en gran medida la mentada inclinación a la montaña. Rastrearemos después los textos que describen sus ascensiones, valiéndonos de la metodología habitual en la literatura comparada, observando con detenimiento las referencias literarias presentes en la obra del escritor que ponen de relieve los vínculos con otros autores que le precedieron o que vivieron en la misma época.
Midi d'Ossau, montaña anhelada del montañismo renacentista.
2. Contexto histórico y social: repercusión en la literatura
La propensión a disfrutar de la montaña como actividad lúdica o incluso deportiva ha sido atribuida a diversos factores históricos y sociales propios de la Modernidad. En la segunda mitad del siglo XIX, el crítico de arte británico John Ruskin dedicó los capítulos finales del cuarto volumen de la colección Modern Painters a ponderar la belleza de la montaña. A su juicio, los montañeses alpinos, apesadumbrados por la insalubre vida de desolación que llevaban, no llegaron a apreciar la belleza del paisaje circundante (1856, p. 320). En el último capítulo de dicha obra, publicada precisamente el año de creación del Alpine Club --la primera asociación montañera del mundo, a la que el crítico llegó a pertenecer--, sostuvo que la apreciación estética de la montaña llegó de los artistas urbanos de la época del Romanticismo. La investigadora parisina Claire Éliane Engel, en una tesis doctoral en Literatura Comparada defendida en la Sorbona (1930), explicó el cambio de sensibilidad y el creciente interés por la montaña por la concurrencia de distintos fenómenos sociales acaecidos en el siglo XVIII y posteriormente. Engel atribuyó el cambio de mentalidad al descubrimiento de la evolución geológica por los naturalistas, a la explicación de los mecanismos de lo sublime por parte de los filósofos, y a la llegada de los literatos románticos que buscaban los “deliciosos horrores” de las alturas, en las que alcanzaban la inspiración poética, y donde tuvieron además la oportunidad de ser testigos de la democracia montañesa que Rousseau admiraba. Y, por concluir, fue decisivo en el cambio de actitud y de mentalidad la creación de los clubes de alpinistas. Ateniéndonos al mismo orden cronológico, seguiremos los eventos más notables, sopesando su incidencia en la literatura.
Antxon Iturriza, el más relevante historiador del montañismo vasco, sostuvo en distintas obras que el hito fundacional del alpinismo vasco se halla en las ascensiones del explorador Antoine d´Abbadie a las montañas etíopes, algunas de una altura superior a los 4.500 metros (cf. 2015, p. 7). Las ascensiones que llevó a cabo en 1848 coincidieron con las distintas revoluciones que se produjeron en Europa en dicha fecha, y respondían al impulso explorador de la época. D´Abbadie relató sus descubrimientos en las publicaciones de la Sociedad Geográfica Francesa, que él mismo presidió en el último cuarto del siglo. Cabe recordar que entre los fundadores más insignes de esa afamada institución se encuentra el diplomático, político y escritor François-René de Chateaubriand. Las mediciones mediante teodolito que D´Abbadie llevó a cabo en las alturas fueron pioneras en la época, pero Iturriza ha pasado por alto que los naturalistas ilustrados ya habían influido en otros montañeros vascos del siglo XVIII. En ese sentido, cabe recordar que los escritos de Buffon estuvieron en el origen de la subida en 1792 del donostiarra José María de Zuaznávar al monte Teide, siete años antes de que Alexander von Humboldt llegará al cráter y realizará los experimentos descritos en su diario. Si bien Zuaznávar dio cuenta de su experiencia en las memorias que publicó en 1834, no debieron de tener el eco esperable. El hecho es que el acontecimiento pasó inadvertido tanto para Unamuno como para el citado Antxon Iturriza.
El monte Teide, ascendido por José María de Zuznávar en 1792.
Volviendo a Unamuno, no tenemos noticias de que se hiciera eco de la tendencia montañera de otro destacado personaje del siglo XVIII. Nos referimos al jesuita Manuel de Larramendi, lexicólogo, gramático y polemista político a quien un impulso empírico condujo a las cumbres más altas de Guipúzcoa, tratando de contrastar una afirmación que sostuvo y publicó Juan de Mariana, otro escritor e historiador de su misma orden. Mantenía éste la tesis de que desde lo alto del monte Aizkorri cabía divisar el Mediterráneo y el Atlántico. En su crónica del ascenso a dicho monte, Unamuno no menciona el hecho, a pesar de que la Corografía de Larramendi fue publicada por primera vez en 1882, época en la que el joven bilbaíno cursaba estudios universitarios en Madrid. La citada corografía larramendiana constituye un género híbrido que combina la voz en primera persona del relator y la experiencia inmediata del trabajo de campo, con cierto afán de exhaustividad científica; se trata de una modalidad cultivada sobre todo en los siglos XVII y XVIII. Hay que tener en cuenta que los descubrimientos sobre el terreno que figuran en las publicaciones de las sociedades geográficas tienen frecuentemente un elemento narrativo dirigido a facilitar la lectura de los no especializados. Es más, a menudo se realizaron versiones que purgaban o resumían la parte científica para quedarse con la parte que interesaba a un público más amplio. Siguiendo la ejemplificación, la presencia del escritor Chateaubriand en la Sociedad Geográfica francesa es una muestra del carácter literario que en algunas ocasiones tomaban las publicaciones científicas, en busca de elementos emotivos y pintorescos que llegaran al corazón del público. El punto de inflexión en la sensibilidad académica y popular respecto de la montaña se halla en el ascenso a la cumbre del Mont Blanc, el punto más elevado de Europa occidental, considerado inexpugnable. El promotor de la subida, el naturalista y geólogo ginebrino Horace Bénédict de Saussure, que más adelante inspiró a Mary Shelley el personaje del doctor Frankenstein, relató la acción con tintes conmovedores, a pesar de que el objetivo último de la expedición pretendía ser la exploración científica.
La búsqueda de lugares pintorescos que sirvieran de inspiración creativa a los artistas fue un motivo que condujo a muchos pintores a entornos montañosos. Es el caso de los lagos del norte de Inglaterra. A lo largo del siglo XIX las revistas ilustradas incorporaron el componente pintoresco y particular de los lugares cercanos, llegando a constituir una especie de género singular. Emergieron también las guías que atraían a los lectores a lugares llamativos. Unamuno las menciona, y evoca al afamado editor Juan Eustaquio Delmás (1864) respecto de Vizcaya. Contaba este con un grupo de colaboradores que recorrían y describían el territorio; él mismo, que había estudiado el arte de la ilustración en Francia, hizo correrías por los montes con objeto de componer sus estampas. Daremos cuenta más abajo de otros ejemplos que muestran la influencia que tuvo esta moda editorial de corte romántico en las ideas del autor bilbaíno sobre el paisaje.
Al final del siglo XVIII se había ido conformando en torno a la República Helvética un ideario de variados ingredientes temáticos. Es larga la enunciación de los mismos. Van desde el retorno a la naturaleza, la libre expresión de los sentimientos, o la búsqueda de sensaciones sublimes. Estaba la ruptura de las ataduras y de las convenciones sociales, o la admiración por la democracia participativa mediante las landsgemeinde de algunos cantones, y también el logro de la emancipación del hombre del yugo de la monarquía absoluta de los emperadores del Sacro Imperio Romano-germánico. E iba ganando en los espíritus ilustrados la idea del contrato social, fundamental para el orden político moderno, así como otras propuestas educativas y políticas revolucionarias que formuló Rousseau. Este complejo corpus de ideas, atrajeron a Suiza a distintos viajeros y literatos, como el inglés William Wordsworth, cuya poesía fue un referente importante para Unamuno. Posteriormente, Ruskin, seducido por las pinturas estremecedoras de Turner y la poesía de los románticos cautivados por los glaciares alpinos --o por la región de los lagos ingleses--, visitó los lugares helvéticos más reputados. Estudiaremos en el siguiente apartado la recepción desigual que tuvieron en Unamuno los autores románticos.
Hemos mencionado ya al vasco-irlandés d´Abbadie, parcialmente contemporáneo del filósofo bilbaíno, que fue uno de los personajes más insignes de la exploración europea de África de la primera mitad del siglo XX. De la segunda parte de la centuria interesan otros exploradores paisanos de Unamuno relacionados con la montaña. Cabe mencionar al célebre padre Armand David, que en 1872 ocupó en la Academia de las Ciencias Francesa el puesto dejado por d´Abbadie. En sus viajes por Asia al servicio del Museo de Ciencias Naturales de París dio a conocer en Occidente al oso panda, y en 1868, cuatro años después del nacimiento de Unamuno, ascendió a montañas de una altura superior a los 6.000 metros en las cercanías del Himalaya. Es también digno de mencionar el alavés Manuel de Iradier, seguidor de las exploraciones de logística minimalista que impulsaron el doctor Livingstone y Stanley, con quien aquel tuvo contacto personal. Dicho encuentro está en el origen de la sociedad vitoriana La Exploradora. Cabe recordar que d´Abbadie fue miembro de honor en la presidencia de esta institución dedicada al descubrimiento de tierras africanas. En la última de sus exploraciones en la década de 1870 Iradier quiso ascender a un volcán inexplorado, aunque se impusieron finalmente los objetivos más prácticos de su misión colonizadora (Monreal 2017, p. 417).
Las actividades exploratorias de los renombrados personajes citados tuvieron una repercusión mediática importante en el entorno unamuniano, tal como se percibe en los relatos de las salidas que solía realizar un grupo de jóvenes de la alta sociedad bilbaína por el territorio vizcaíno. El grupo conocido como los ganecogortos, --nombre inspirado en las ascensiones a los montes de Vizcaya y particularmente al Ganecogorta, cumbre adyacente al Pagasarri bilbaíno-- se adentraba en el entorno rural como quien se interna en territorio hostil o en tierra de salvajes. Debe tenerse en cuenta que las desavenencias entre la capital y el resto del Señorío explican de alguna manera el largo asedio que sufrió la villa de Bilbao en dos guerras carlistas (1833-1839 y 1872-1876), la última coincidiendo casi con las andanzas de este grupo. La crónica de las mentadas excursiones fue redactada por Baldomero de Goyoaga, y se publicó póstumamente con un número muy reducido de copias en la imprenta de Delmás (1882/2002). A pesar de tratarse de relatos de consumo interno y de lo reducido de la tirada, la obra llegó a manos de Unamuno, que en varias ocasiones recogió pasajes del texto. En los relatos del grupo despunta un espíritu deportivo novedoso, de clara influencia británica. En ese sentido, cabe señalar que procedían del Reino Unido al menos dos de los integrantes del grupo.
El ascendiente británico en Vizcaya comienza con el propio relato de la eclosión del Señorío, que se sitúa en la batalla de Arrigorriaga ganada por Juan Zuria, personaje mítico de extracción parcialmente británica, invocado con frecuencia a lo largo del siglo XIX. La accesibilidad geográfica por mar influyó en la creación de vínculos entre Bilbao y las islas, y explica la presencia de británicos entre la clase social que se dedica primero al comercio y posteriormente a la industria metalúrgica y naviera. Muchos jóvenes pertenecientes a este grupo social realizaban los estudios en Gran Bretaña, aunque obviamente este nexo de unión no es exclusivo de la juventud bilbaína. Una vez más podemos citar el caso significativo de Antoine d´Abbadie, nacido y criado en Irlanda, cuyo padre se enriqueció del contrabando de armas procedentes de Bilbao, con destino a los insurgentes irlandeses (cf. Davant 1998, p. 6). Por otra parte, a finales de siglo residía en Biarritz una considerable colonia británica, que disponía de iglesia y club propios. Sus aficiones y costumbres no pasaban desapercibidas a la clase pudiente del País Vasco. Tengamos también presentes las visitas de la realeza francesa y británica. La emperatriz Eugenia de Montijo trasladaba la corte del II Imperio a la costa, y su afición montañera la condujo en varias ocasiones a la cima del monte Larrun, hasta el punto de que el escritor Prosper Mérimée le dedicó una novela en 1872 con el sobrenombre de “Madame de La Runhe”. También la reina Victoria de Inglaterra, reconocida aficionada a la montaña, visitaba la ciudad costera. En los últimos años de la longeva reina, el primer ministro William Gladstone solía acudir a Biarritz con frecuencia, y, significativamente, otro primer ministro liberal, Asquith, se vio forzado a viajar al País Vasco para recibir el cargo de mano de Eduardo VII, única ocasión en la historia en que un jefe de gabinete tuvo que trasladarse al extranjero para este cometido.
Debemos mencionar a otro personaje británico que, sin tener una relación directa con Unamuno, constituye un caso paradigmático que ayuda a entender los modos de aproximación a la montaña del bilbaíno. Nos referimos al pastor anglicano Wentworth Webster. Tras graduarse en Oxford, residió en Bagneres-de-Bigorre durante un tiempo en la década de 1860. En 1865 surgió en esta villa balnearia la Societé Ramond, una asociación fundada por los miembros de la alta sociedad que veraneaban o residían en el lugar. Entre los fundadores destaca Élisée Reclus, geógrafo anarquista que causó bastante revuelo en 1867 cuando, a partir de una mirada propia de un montañero, dirigida desde la cima de las Peñas de Aya, vaticinara en la Revue des Deux Mondes la desaparición de la lengua y de la cultura vascas. A subrayar también que, entre los fundadores de la citada sociedad francesa, se encuentran relevantes alpinistas de origen británico. Es el caso de Charles Packe, que había tomado parte con anterioridad en la creación del Alpine Club, y que conoció a su esposa en un viaje realizado a Bilbao, o de Henri Russel, montañero de ascendencia irlandesa que llegó a inspirar a Julio Verne algunos de sus personajes (Besson apud Monreal op. cit., p. 180). Ambos alpinistas publicaban simultáneamente en la revista del primer club de montaña del mundo y en el órgano de comunicación de la sociedad pirenaica. En algunos casos acontecía que el mismo texto, o una versión muy similar, veía la luz en ambas revistas. Los artículos contenían explicaciones de carácter científico de los campos de la geografía, la geología, la historia o la etnología, que acompañaban a los relatos de ascensiones de cierta dificultad. Varios artículos de Unamuno responden a este modelo que entremezcla el conocimiento científico-humanístico y el deporte, coloreados de un humor que se ha calificado de académico.
Unamuno coincide con Wentworth Webster en la costumbre de ir acompañado por otros académicos en sus excursiones, y en emplear sus andanzas para disertar sobre temas dispares. Consta que el presbítero anglicano debatió con un compañero acerca del origen de la canción apócrifa de Altobiscar u otras cuestiones relacionadas con la cultura vasca. Webster participaba de los círculos intelectuales y literarios de Sara, la villa labortana donde residía. Acudían a las tertulias personalidades como d´Abbadie o el escritor Elissamburu. Así mismo, el clérigo realizó labores de cicerone, ilustrando a los visitantes acerca del país, o como guía de personajes insignes como fue el caso del primer ministro inglés Gladstone. En cuanto a Unamuno, se conocen a algunos compañeros de andanzas: así, el ingeniero y lingüista normativizador de la lengua catalana Pompeu Fabra, que obtuvo la cátedra en Bilbao en 1902 y residió en esta ciudad durante diez años. O el hispanista Maurice Legendre y el filósofo Jacques Chevalier, profesor de la Universidad de Lyon. Por otro lado, se sabe que pasó unos días en la villa pirenaica oscense de Benasque acompañado de Vicente Ferraz, catedrático de Literatura en San Sebastián. Descendía éste de una ilustre familia de origen aragonés entre cuyos miembros destaca Valentín Ferraz, alcalde de Madrid en 1855, y ministro de la Guerra al que se dedicó una calle en la capital de España (Martínez de Pisón 2017, p. 435). El relato unamuniano de las excursiones en las faldas de la Maladeta ha tenido cierta repercusión. Puede apreciarse que la modalidad de montañismo que practicaba el bilbaíno y, en gran medida, también los relatos de las ascensiones, responden a modos típicos del denominado excursionismo savant propio de los miembros de la burguesía con estudios superiores o con cargos académicos relevantes.
La burguesía bilbaína siguió la estela de las aficiones peculiares de las altas capas de la sociedad europea, de modo que a finales de siglo comenzó a frecuentar los establecimientos termales pirenaicos y también a practicar el alpinismo con guías de montaña. Trasladó la novedad a la capital vizcaína junto con otras particularidades británicas como el fútbol, las costumbres higiénicas, o la propia noción del sport, entendido como diversión y récord, como despliegue de fuerza, relacionado en gran parte con la filosofía del cristianismo musculoso victoriano.[1] En Bilbao se crearon gimnasios imponentes, en los que se ejercitó el propio Unamuno. Por otra parte, ya en el siglo siguiente, en 1911 se reunieron las asociaciones pirineistas en la villa de Tolosa y a partir de esa fecha surgieron los clubes de montaña. En 1924 se dio otro paso con la constitución de la Federación Vasco-Navarra de Alpinismo y, con nombre bien significativo, el Bilbao Alpino Club. Unamuno no fue miembro de las asociaciones, pero hay constancia de que varias personas que colaboraron en la revista de la citada Federación en los primeros años fueron amigas del escritor, e incluso que recomendó a uno de sus traductores, acompañante del filósofo en la Sierra de Gredos, que se pusiera en contacto con sus amistades montañeras bilbaínas (Monreal op. cit., p. 457)[2].
Concluiremos el recorrido por los factores y circunstancias que debieron estar en el origen del montañismo unamuniano con una referencia a las instituciones que promovieron en Europa las facciones o partidos políticos con anterioridad a la Primera Guerra Mundial. Se trataba de grupos político-deportivos, en algunos casos relacionados con la montaña. En Austria surgió en 1895 la organización Naturfreunde (Amigos de la Naturaleza) de ideología socialista, que más tarde, en el convulso período de entreguerras, tuvo enfrentamientos con las juventudes del partido nazi. En Madrid, durante la Segunda República, las prácticas paramilitares de estos grupos fueron objeto de controles policiales de armas (cf. Martínez de Pisón 2002/2010, p. 236). En el caso vasco, la aproximación en grupo a la montañas es anterior a la institucionalización de las congregaciones de naturaleza política, como se deduce de los escritos autobiográficos del propio Unamuno. Las juventudes de distintos partidos hacían salidas a los pueblos y a la montaña para practicar el proselitismo político entre la población rural y para fortalecer los lazos de grupo. En algunos casos se reunieron en los santuarios más importantes, algunos emplazados en los montes. Unamuno estuvo a punto de coincidir en 1909 con una asamblea multitudinaria del PNV en la basílica de San Miguel de Aralar. Según Iturriza el encuentro hubiera resultado incómodo para todos (2004-2007 [1. vol.], p. 53). Sin embargo, Unamuno se había adentrado para entonces en la segunda mitad de su vida, y había pasado ya el tiempo para participar de la vertiente más deportiva y política del montañismo.
3. Fuentes literarias en Unamuno
Examinaremos a continuación las fuentes literarias que nutren a Unamuno en sus escritos relacionados con la montaña. Para ello tomamos como referencia los movimientos o tendencias literarias que acabamos de examinar en el apartado precedente: en primer lugar, el Romanticismo, después, el modo en que el excursionismo cultural o académico se refleja en sus escritos, y concluiremos analizando las fuentes de carácter deportivo.
3.1. Romanticismo
En las referencias literarias de Unamuno a autores de la época del Romanticismo, o a escritores posteriores que se asocian a dicho movimiento, apreciamos dos corrientes distintas. En primer lugar, hay escritores que el filósofo bilbaíno adscribe a un sentimentalismo melancólico, casi enfermizo, inadaptado a la realidad, que se refugia en fantasías pueriles. El filósofo ginebrino Rousseau sería paradigmático a este respecto. En su madurez Unamuno abandonó las lecturas que amó durante la adolescencia y en los primeros años de la carrera universitaria. Desde la distancia temporal atribuía estas preferencias juveniles a la falta de vigor, deficiencia que se cura con el ejercicio. Situó junto a Rousseau a casi todos los autores vascos decimonónicos de corte romántico. Así y todo, las leyendas y los personajes creados por autores como Chaho, Navarro Villoslada, Goizueta, Araquistain, Vicente Arana o Antonio Trueba tuvieron que ver en sus años mozos con su afición a la naturaleza y la montaña.
Auñamendi, presente en las obras de Chaho.
Recordaba en 1908, ya con 44 años, la tendencia juvenil a escapar de la estrechez de la vida urbana acercándose a las aldeas y a los montes que rodean a Bilbao y su ría. Un entorno que el joven Unamuno vivió al modo romántico:
De ahí mi exaltación patriótica de entonces. Todavía conservo cuadernillos de aquel tiempo, en que en estilo lacrimoso, tratando de imitar a Ossian, lloraba la postración y decadencia de la raza, invocaba el árbol santo de Guernica -a su santidad general para los vascos, se unía para mí entonces la especial de que a su pie, en Guernica, vivía la que luego fué y es mi mujer-, evocaba las sombras augustas de Aitor, Lecobide y Juan Zuria, y maldecía la serpiente negra que, arrastrando sus férreos anillos y vomitando humo, horadaba nuestras montañas, trayéndonos la corrupción de allende el Ebro. Y siempre que podíamos nos íbamos al monte, aunque sólo fuese a Archanda, a execrar de aquel presente miserable, a buscar algo de la libertad de los primitivos euscaldunes que morían en la cruz maldiciendo a sus verdugos, y a echar la culpa a Bilbao, al pobre Bilbao, de mucho de aquello. Un cierto soplo de rousseaunianismo nos llevaba a perdernos en las frondosidades de la encañada de Iturrigorri, hoy echada a perder por el fatídico mineral. (1908/1951, p. 117)
En otra publicación anterior tenía proyectado en un personaje ficticio, Lope, el impulso juvenil a acercarse a la naturaleza. Se trata de una figura que compartía con el autor varios rasgos. Así, el bucolismo escapista, la atracción melancólica del pasado, el recrearse en el dolor de la pérdida, imaginándose a sí mismo como mártir crucificado en la cumbre de las montañas. Situaba el origen de la pulsión, de algún modo masoquista, en las lecturas que realizaba en los montes cercanos a Bilbao, donde iba “a leer la descripción que hizo Rousseau de los Alpes, teniendo a la vista Lope las peñas desnudas de Mañaria” (1891/2014, p. 237). Finalizaba la parodia con la pretensión de su personaje de construir una muralla de contención al estilo chino, que mantendría a raya la perniciosa influencia exterior. Manifestó una actitud parecida en el artículo “Rousseau en Iturrigorri”, publicado en la revista La Basconia de Argentina. Recordaba allí los paseos a una fuente ubicada en otro monte cercano a la villa natal y declaraba, “conservo todavía expansiones escritas de mi romántico antiurbanismo de aquellos años paradisíacos a la vez que melancólicos” (1907/1951, p. 249). Era la misma fuente elegida para alejarse de los modos de diversión foráneos, “¡Oh mis ascensiones a Archanda, a Arraiz, o a Arnótegui en aquellos días de corridas, en busca del soplo de Aitor, quien parecía venir desde las peñas que coronaban el gigante Gorbea! ¡Abajo vociferaban los taurófilos y arriba, en las nubes del cielo, callaban los héroes míticos de nuestra leyenda literaria!”. La tendencia al idealismo infantil, a la adoración platónica, a un apego casi edípico, que recuerda a la abundante literatura ambientada en los centros a donde acudían a sanar los enfermos de tuberculosis, se diluye en el momento en que se fortalece su salud, “aquel luto que llevaba en mi corazón por las aflicciones y desgracias de mi madre Euskalerria estaba muy íntimamente relacionado con la estrechez y angustia de la caja de mi pecho de entonces, y con el escaso aguante que tenía para la fatiga física. Así que ensanché mi pecho y retemplé mis músculos y mis nervios, se me fue desvaneciendo la compasión hacia los que sabían y podrían divertirse” (ibidem, p. 250).
No siempre sitúa Unamuno las leyendas vascas en un escenario derrotista. Así, en un relato de la ascensión al monte Aizkorri, ve brotar en él un sentimiento de lucha que cabría relacionar con la mítica belicosidad de los highlander escoceses. Rememora algunas batallas históricas y el épico poema de Altobiscar, réplica vasca del Cantar de Roldán. Se trata de un poema apócrifo, compuesto probablemente en el siglo XIX por Garay de Monglave en la misma época en que Joseph Augustin Chaho creaba el personaje de Aitor, legendario patriarca vasco, y sirve para ensalzar el carácter combativo del rector de Salamanca[3]. Unamuno prescinde ahora de cualquier distancia irónica respecto a los reveses bélicos vascos, “¿Son estos pacíficos montañeses los que sostuvieron dos grandes guerras civiles en el pasado siglo? Oigo subir de lo hondo del abismo verde en que penan los hombres, un ladrido, y me acuerdo del ladrido del perro de Ibañeta, el que anunció al pastor de Altobiscar la presencia de las huestes de Carlomagno” (1909/2014, p. 206).
De la crítica incisiva de Unamuno se salvan únicamente algunos autores románticos, como Antonio de Trueba. Libra también de la censura a las guías pintorescas de su tierra, que el escritor evoca siempre con cariño. En el caso de la Guía de Bilbao, Unamuno parece volver a la época en que apreciaba a Rousseau, al especular con cierta simpatía acerca de la autoría de la obra:
La Guía de Bilbao de 1846, librito anónimo y de escuetas noticias, carecería de todo color si no fuese por esa escapada al romanticismo de su autor. Parécenos ver a un modesto empleado de oficina que apacentaba sus ensueños los domingos en los Caños, o que se paseaba allí con su novia, y que leía, si no a Rousseau precisamente, a cualquier otro autor que execrara del movimiento de las ciudades y, al verse requerido el modesto oficinista para escribir la Guía, que imprimió y acaso editó Adolfo Depont, venció en ese párrafo sus ansias de paz interior. O ¿no sería acaso el mismo impresor Adolfo Depont algún francés más o menos rousseauniano que buscaba esa paz paseándose por el “panorama asombroso” de la “naturaleza tan imponente como severa” de los Caños? (1918/1966, p. 541)
Parece cualitativamente diferente el Romanticismo europeo que se alude en el contexto de sus andanzas montañeras. Sorprende que prescinda de autores alemanes adscritos a este movimiento, como Schiller, el glorificador de la figura de Guillermo Tell, en quien buscaron inspiración los románticos británicos que Unamuno cita con frecuencia. Entre los poetas británicos referidos situó en primer lugar a Byron. Rememoró en varias ocasiones al Chylde Harold del lord escocés, no así a los personajes atormentados por impulsos suicidas, inspirados en su estancia en la villa Diodati. Le llamaba la atención la evasión constante del propio poeta, “¿Qué es su Chylde Harold sino una eterna despedida, un eterno adiós? Iba despidiéndose de todos los países que visitaba, iba huyendo, eterno peregrino, de todos ellos” (1916/1951, p. 678). En varias ocasiones formuló una reflexión que debería corresponder más a Shelley que al propio Byron, la idea de que el paisaje no es sino un estado de conciencia, “un estado de conciencia según la feliz expresión de Byron” (1909/2014, p. 286). En un conocido poema Shelley llegó a dudar de la existencia del Mont Blanc, coronado por de Saussure, una pirámide descomunal que no era nada sin un poeta que la imaginara y sintiera. Invocó Unamuno en algunas ocasiones a los poetas lakistas, si bien sentía de manera especial la sugestión del “dulcísimo” Wordsworth, muy por encima del aprecio al resto de los miembros del grupo, como Coleridge o Southey[4].
En lo que respecta a los románticos de habla francesa, el más citado con diferencia es Senancour. Rememora su obra Obermann con una frecuencia significativa. En la preferencia por el autor parisino se aprecia un cierto afán de exclusividad en su conocimiento, ya que se trata de un escritor que no gozaba de la popularidad de otros autores románticos. Curiosamente el filósofo bilbaíno no hallaba en las ensoñaciones de Senancour, en las dudas existenciales y en la contemplación melancólica del paisaje de montaña nada que le recordara a Rousseau. En las excursiones y en las ascensiones de Unamuno Obermann era su habitual compañero virtual. En Gredos recordaba que desde 1886 se sentía acompañado por él. El mismo año en que ascendió a las cumbres del Sistema Central, la vida desesperada de Antero de Quintal y el paisaje portugués le traían a la memoria a Obermann, “Es un paisaje musical, de música gregoriana, de pocas notas y ellas de órgano. Me acordaba de Obermann, del enorme Obermann” (1909/2014, p. 193). En otro momento el rector de Salamanca afirmó que el escritor parisino fue el que mejor expresó el sentimiento de la montaña, “La terrible tragedia íntima de Obermann acaso le haga a usted recular, tal vez le moleste la tremenda monotonía de su desesperación; pero en este libro apocalíptico, en ese libro que es una de las cosas más profundas que han brotado de pluma de hombre, encontrará expresado el sentimiento de la montaña como acaso no se ha expresado mejor” (ibidem, p. 287).
Unamuno acudía frecuentemente a la idea de Senancour de la imposibilidad de expresar el sentimiento que produce la montaña haciendo uso de la lengua que se usa en la llanura. Se abstuvo por ese motivo en una ocasión de traducir una cita del escritor francés, reproduciéndola directamente en el idioma del autor, “Je ne saurais vous donner une juste idée de ce monde nouveau, ni exprimer la permanence des mots dans une langue des plaines” (ibidem, p. 288). Se trataba de una idea importante porque vuelve sobre ella: “Decía Obermann que no cabe expresar la permanencia de las montañas en una lengua, el francés, hecho por los hijos de las llanuras, y dijo Eliseo Reclus, que el español es acaso el el idioma más rico para expresar accidentes diversos del terreno montañoso; el español serrano se entiende. La misma sierra se ha prolongado a otras lenguas” (1923/1951, p. 867). El mismo tópico reaparece con ocasión de la ascensión al Peñón de Ifach en Alicante, “El que visita un país sin conocer la lengua de sus naturales para oírlos celebrar o lamentar su paisaje, no consigue ni crearse ese paisaje, que es un estado de ánimo comunal, ni recrearse en él”, y al tiempo rememora al escritor alicantino novecentista Gabriel Miró, cantor del peñón, y del mar púnico, helénico y latino (1932/1951, p. 1031). Unamuno siguió enlazando las emociones que suscitan ambas figuras. En la introducción a la obra de Miró Las cerezas del cementerio recupera a Obermann, “Y si nos aparece de pronto en estas páginas españolas -era inevitable- el fantasma enorme de Obermann, la gran figura del silencio helado de las cumbres de los Alpes, adonde sube volando el águila, Obermann, aquel que renunció a contarnos el misterio de esas cumbres en una lengua hecha por los hombres de las llanuras. ¡Cuánto se me puso en claro al ver a Miró hacer trepar la Cumbrera a su Fénix en imitación del enorme Obermann!” (1932/1966, p. 1126).
3.2. Excursionismo cultivado decimonónico
En una cita de los textos que acabamos de examinar Unamuno recordaba al geógrafo anarquista Élisée Reclus, uno de los más conocidos exponentes de lo que el mundo académico francés ha denominado excursionnisme cultivée o excursionnisme savant (cf. Hoibian 2000). Ya hemos señalado que se trata del excursionismo practicado por la burguesía provista de estudios académicos superiores, y que contaba con tiempo y medios para desplazarse a la montaña y para dedicarse a actividades de esparcimiento y exploración del entorno. El resultado literario de esta modalidad de aproximación a la montaña fueron los relatos sobre las salidas a la naturaleza, que incluían las reflexiones y las conversaciones que suscitaba el entorno contemplado. Reclus subió a las Peñas de Aya, en Guipúzcoa, con objeto de estudiar sus caracteres geográficos y de meditar acerca de la cultura del pueblo que habitaba la tierra circundante. Hay que reseñar que su modo de mirar, propio de una persona habituada a las montañas, enlazaba con el del célebre lingüista Wilhelm von Humboldt, que a comienzos del siglo XIX subió al cercano monte Jaizkibel y vaticinó la desaparición de la lengua vernácula, que definió como una de las más antiguas de Europa. A una conclusión similar llegó Reclus en sus paseos por los montes pirenaicos cercanos al mar. En su parecer, la conformación orográfica poco pronunciada de los Pirineos atlánticos no oponía un obstáculo a la introducción de las culturas mayoritarias ya presentes en el territorio vasco y a la expansión de lenguas más aptas para el progreso humano en la contemporaneidad. La disposición regular de las cadenas transversales facilitaba la comunicación (1867, p. 317). Ambos eruditos observaron la lengua y la cultura vascas con la curiosidad y la simpatía del científico que examina un fósil, ciertamente del mayor interés como objeto de estudio, pero inservible en el devenir de la evolución. Es bien conocida la postura de Unamuno a este respecto[5].
Cabe reseñar la influencia en otros aspectos de Reclus en Unamuno. Así, la percepción del sentimiento de la naturaleza del bilbaíno parece inspirarse en algunas reflexiones del geógrafo girondino. Al analizar este el desarrollo de dicho sentimiento a lo largo de la historia, concluía con la apreciación de que la naturaleza es un producto de la Modernidad. Por su parte Unamuno, en un artículo dedicado a la misma cuestión, se mostró en principio contrario a la tesis de que la Ciencia y el Romanticismo descubrieron la naturaleza. A su juicio, tal teoría no debía llevarse al extremo, porque la estima por el campo estaba presente en los clásicos, pese a que no fueran entusiastas del paisaje (1909/2014, p. 285). Sin embargo, de conformidad con el espíritu de contradicción que le caracteriza, sintonizó también con las teorías predominantes en la época. Unamuno, que elogió los valores comunales propios del mundo rural y acuñó el término y el concepto de la intrahistoria, sostuvo que “El sentimiento de la Naturaleza, el amor inteligente, a la vez que cordial, al campo, es uno de los más refinados productos de la civilización y la cultura. El campesino lo ama, pero lo ama por instinto, casi animalmente, y lo ama utilitariamente” (ibidem, p. 282).
Hemos de referirnos a otro autor francés que de manera directa o indirecta pudo influir en el modo de aproximación a la naturaleza y a la montaña de Unamuno. Se trata del filósofo, crítico e historiador Hyppolite Taine, autor del Viaje a los Pirineos (1855) y de otras obras en las que abordó la cuestión de la influencia del medio en el desarrollo de los individuos y de la sociedad. Había recurrido al efecto terapéutico de una estancia en los Pirineos a comienzos de la segunda mitad del siglo XIX. Como resultado de la experiencia vivida surgió la obra citada, ilustrada por Gustave Dorée, uno de los más famosos ilustradores del siglo XIX. El dibujante era muy apreciado por Unamuno, como se concluye de las alabanzas a las estampas que aquel elaboró para otra obra, la Divina Comedia. Juaristi receló de la influencia que pudo tener Taine en alguna de las publicaciones de su conciudadano, “La unamunología más reciente ha visto en 'Espíritu de la raza vasca' un ensayo riguroso sobre la psicología colectiva del pueblo vasco, con deslumbrantes aplicaciones de las teorías de la Völkerpsychologie y de las de Hippolite Taine acerca de la determinación nacional por la geografía, pero si hay algo de esto, no es muy original ni profundo” (op. cit., p. 188). Está, sin embargo, la evidencia del gran interés de Unamuno por la psicología de los pueblos. En alguna ocasión menciona a los autores que se ocuparon de la Völkerpsychologie. En el propio artículo mencionado por Juaristi, el filósofo enumera a los autores alemanes que iniciaron la investigación del espíritu colectivo, el Allgeist, y a sus epígonos ingleses y franceses, entre ellos Taine (1887/1958, p. 194). Recordó, por cierto, el precedente vasco del bajonavarro Huarte de San Juan, que sostenía ya en el siglo XVI que el espíritu depende del temperamento, y éste, a su vez, del clima. En cuanto al concepto de la raza, lo relaciona con el entorno en donde se desarrolla un pueblo[6]. En el caso vasco, a su juicio, las montañas y el mar son los que conforman el carácter propio, “Si algo influye en la raza es el medio ambiente. Somos un pueblo montañés y costero; las montañas que se elevan macizas al cielo sin despegarse de la tierra y el mar que bate incesante nuestras costas han formado nuestro espíritu”, y el propio acto de subir a las montañas forja el carácter, “El montañés, hecho a subir y bajar, a trepar y deslizarse, teniendo murallas naturales y el terreno por defensa, es terco, con la santa terquedad de su independencia” (ibidem, p. 199-200).
Las andanzas montañeras del filósofo dieron pie a elucubraciones acerca del espíritu de un pueblo, la psicología, el genio --en palabras de Unamuno la esencia, el ser--, que resultaba de la interacción de variados elementos como la orografía, la historia, los personajes históricos y míticos, los arquetipos, las costumbres, las leyes, el idioma. Todos estos elementos se hallaban interconectados. El engarce del factor humano en el entorno se aprecia, por ejemplo, en las digresiones realizadas con motivo de la ascensión que el escritor realizó a los santuarios de Aránzazu y San Miguel de Aralar. El emplazamiento de los centros religiosos indicaría el carácter de los territorios donde se ubican, que también tiene que ver con la identidad de los santos o santas venerados, o con el modo de ser de los devotos. Así, en la basílica de su ciudad natal dedicada a la Virgen de Begoña, ubicada en una suave colina, percibía Unamuno la amable brisa del mar, más allá del humo de las fábricas metalúrgicas que bordeaban la ría. En Aránzazu, por el contrario, el paisaje tenía un contorno poco definido, de tono monástico y eremítico, en tanto que en San Miguel de Aralar, advocación de un arcángel belicoso y masculino, encontraba a un personaje casi nietzscheano que hacía frente a las inclemencias del sol y de las tempestades. Por el contrario, en su viaje de vuelta a casa de paso por Vitoria, percibía en la capital alavesa un aire ilustrado, una especie de Atenas del Norte, a diferencia de los santuarios “arcádicos” que acababa de visitar (1909/2014, p. 219).
Es conocida la conceptuación de sobriedad y austeridad del paisaje castellano que promovieron los autores de la Generación del 98, y que la crítica literaria de la época extendió al realismo de personajes como Sancho Panza o al de obras como el Cantar del mío Cid, en contraste con la fantasía característica del Cantar de Roldán. Para Unamuno el paisaje austero y duro del desierto africano tenía un parentesco con la meseta de Castilla, que es “todo cima”. A su modo de ver el esqueleto étnico de la península Ibérica estaba compuesto por gentes de extracción berberisca. La sobria esencia castellana se manifestaba y condensaba en la sierra de Urbión, “más antes quise coger en ensueño, contemplando al Urbión desnudo, no al estado, el estar, de Castilla, sino su esencia, su ser” (1953/1991, p. 991). Anotemos que no es la única referencia comparativa con el mundo berberisco: en la mentada ascensión al Aizkorri, estableció un paralelismo entre el carácter de los pastores vascos y el de los habitantes nómadas de la Berbería, entre los campamentos pastoriles de verano en las campas de Urbía y los aduares del Rif africano. Ni en unos ni otros se cercaba el terreno. El hermanamiento con los guanches canarios y los “bravos cabileños del Rif” resultaba más fácil. Constituían estos un ingrediente importante de la “primitiva roca étnica de España” (1909/2014, p. 261).
En el repaso de las posibles influencias de otros autores en la actitud y la concepción de Unamuno respecto de la montaña, hemos de destacar la relación y el paralelismo entre Unamuno y Joan Maragall, pues ambos compartieron la misma afición. Como se sabe, el poeta fue uno de los padres de la poesía catalana modernista, y encontraba en la naturaleza las posibilidades vitales, de salud, de energía vital, y de regeneración. Sin duda está relacionado con el excursionismo cultivado de comienzos de siglo al que nos venimos refiriendo. Con motivo de su estancia en los Pirineos por motivos de salud, elaboró el poema “La vaca cega”, que fue traducida al castellano por Unamuno. Lo cierto es que el movimiento de la Renaixença catalana tuvo un componente montañero importante. En este sentido cabe recordar que el Institut de Estudis Catalans surgió en el salón de actos del Centre Excursionista de Catalunya. Maragall era miembro de la sección de filología (incidentalmente Pompeu Fabra utilizaba los datos que recogía en sus excursiones para elaborar sus obras lingüísticas). La ambigüedad de Unamuno respecto de los temas de Cataluña se puso de manifiesto en su crispación al asistir en 1906 al I Congrés Internacional de la Llengua Catalana y al mitin de Solidaritat Catalana. En un artículo publicado en La Nación de Buenos Aires calificó de jactanciosos a los intelectuales barceloneses, ya que su engreimiento se basaba en la vanidad y no en la arrogancia de tipo bilbaíno, fundamentada en el orgullo. En las tierras cantábricas no se daba el fem du brut tarasconiano y mediterráneo. Achacaba a los catalanes de distorsionar la realidad, “Esta división que algunos intelectuales barceloneses establecen de dos Cataluñas, la Cataluña rural o pirenaica, la del tradicionalismo y el espíritu reservado y suspicaz, y la Cataluña ciudadana o mediterránea, la del progresismo y el espíritu abierto e imperialista […] No me atrevo a decir si esa oposición no es más aparente que real, y si los fenicios de la costa catalana no tienen mucho más de lo que ellos creen del alma irreductible de los almogáraves de la montaña” (1906/2014, p. 143-144). La montaña teñía ciertamente el carácter catalán. Achacaba a la megalomanía colectiva el “delirio de persecuciones”, el victimismo que, desde una actitud un tanto condescendiente y paternalista, asociaba a la falta de madurez de los habitantes del Principado, “¡Ay barceloneses, barceloneses, siempre seréis unos niños!” (ibidem, p. 149). Hubo cierta mordacidad en la respuesta del barcelonés a los comentarios del bilbaíno, “Su alta, derecha, noble figura de vasco recriado en Castilla, atravesó imperturbable y desdeñosa por aquellos días este vastísimo arrabal de Tarascón (como sé que le dijo a alguien), sin dignarse lanzar sino una ojeada a la superficie, volviendo enseguida la mirada disgustada hacia dentro de sí mismo, donde encontraba la paz de la noble estepa inmensamente quieta y desierta, para recobrar allí en silencio la terrible batalla con el Dios invisible de sus noches de insomnio” (apud Juaristi op. cit., p. 215-216)[7].
Unamuno compartió con Maragall otros rasgos vitales dignos de señalar. Además de la común afición a la montaña que venimos señalando, en lo político abogaba como este en favor de un proyecto iberista. En cuanto a lo literario coincidieron en la interpretación de los arquetipos o personajes característicos del país, confiriendo relevancia al entorno donde estos vivían. El uno se ocupó de indagar la significación de la figura del Cid o del Quijote “comunero”; el otro, la del ermitaño Joan Gari, tentado por el diablo en el monasterio de Montserrat, o la del salteador “Serrallonga”, que robaba a los ricos para distribuir sus ganancias entre los pobres. Es posible que el esfuerzo de ambos escritores por descifrar la significación de los personajes arquetípicos citados responda al afán de establecer unas características identitarias en los territorios que uno y otro amaban.
Al concluir este itinerario de comparaciones e influencias, digamos que el contradictorio Unamuno no siempre se muestra coherente en sus escritos en lo que toca a la opinión que le merecen los diferentes paisajes o la actitud respecto de ellos. Así, se observa una fluctuación en la percepción que tiene tanto del paisaje castellano de adopción como del de su tierra de procedencia. En ocasiones se decanta y prefiere la sobriedad castellana, “Y les sorprendería el oírme decir que prefiero este paisaje amplio, severo, grave, esta única nota, pero nota solemne y llena, como la de un órgano, a aquella sonata de flauta de tres o cuatro notas verdes, de un verde agrio” (1909/2014, p. 283-284). En otras, por el contrario, “Yo soy menos grave, menos melancólico que usted, y prefiero mis encañadas frescas, mis paisajes de cartón, el cielo de nubes, y los días grises, todo lo que, acompañado de tamboril y chistu, después de merendar bien y beber buen chacolí, da una alegría agria. Yo prefiero el placer de subir montes por gastar fuerza, para sudar la humedad endémica.” (1889/1951, p. 221). La identificación de Unamuno a través de sus textos con un paisaje u otro depende en gran medida del humor y los afectos cambiantes del autor. Cuesta por ello aceptar sin más la opinión de Ostolaza, que considera que el paisaje castellano es para Unamuno la médula principal conformadora de la identidad española. En un texto concluyente manifiesta la investigadora:
Mais le véritable «paysage» pour Unamuno, le seul que l´on puisse, de fait, considérer comme tel, c´est le paysage national représenté par la Castille. À l´instar des régénérationistes ou d´autres membres de la génération de 98, Unamuno découvre dans le paysage castillan la véritable essence ou « intrahistorie » de la nation espagnole. Ces écrivains érigent la Castille en colonne vertébrale de l´identité espagnole, tant pour l´importance de son rôle historique que pour l´emplacement central, géographique et symbolique, de ses plateaux. Ils subliment donc les paysages castillans, contribuant par leur plume à en faire des paysages chargés de sens et susceptibles de provoquer des sentiments nationaux. En définitive, les expériences intégrales du paysage castillan que fait Unamuno, auxquelles contribuent ses multiples excursions pour parcourir et apprendre à connaître ce paysage, lui permettent de trouver l´ « essence » de la Nation espagnole et, surtout, d´arriver à s´y identifier pleinement. (2018, p. 79).
La cambiante percepción de los paisajes y de la montaña constituye otra muestra del espíritu de contradicción de Unamuno. A diferencia del grupo de los denominados ganecogortos, que no se sentían cómodos con el origen rural de sus ancestros en los valles y montes vascos, Unamuno estimaba la raigambre y el origen familiar en los caseríos ubicados en los montes calcáreos del valle de Arratia, “¡oh, benditas correrías por estos valles y montañas, donde se hicieron los huesos de nuestros padres y de los padres de nuestros padres ¡Santa comunión con esta tierra, que es la madre de la carne de nuestro espíritu!” (1909/2014, p. 219). Recordaba con afecto la recepción de sus parientes arratianos en el domicilio de la familia en Bilbao. Pero hay que señalar que el poderoso vínculo emocional con el claustro maternal de su tierra vasca se compagina con la atracción de su patria castellana de adopción, aquí en concreto por la Sierra de Gredos, que evocaba desde Portugal, mientras contemplaba la naturaleza domesticada del Bom Jesus do Monte de Braga, “aquella austera, noble, huesuda y solemne Castilla, que es todo menos un jardín […] Sí eso echaba de menos, calaveras de montañas, osaturas inmensas, cuyo cementerio es el cielo” (1908/2014, p.102)[8].
3.3. La dimensión deportiva
A comienzos de la década de los años 30, al tiempo que Unamuno publicaba en El Sol de Madrid un análisis de la figura del Quijote “comunero”, otro vizcaíno, Andrés Espinosa, vendía a dicho periódico liberal la exclusiva de sus viajes por África. Los relatos comprendían 14 episodios. Las primeras andanzas del popular montañero comenzaban con las aventuras ocurridas en tierras del Sinaí. Dedicó otras 16 entregas a dar cuenta de la ascensión en solitario al monte Kilimanjaro (5892 m). La égida aventurera y deportiva de Espinosa constituyó un punto álgido en la historia del montañismo vasco, pero, como hemos señalado anteriormente, la actividad había comenzado mucho antes. Unamuno conocía bien el precedente de los ganecogortos en la época inmediatamente anterior a la última guerra carlista. Sin embargo, los escritos del portavoz del grupo citado, además del espíritu de conquista, rezumaban también un halo deportivo de corte británico, ya que los excursionistas bilbaínos tomaban nota y destacaban los tiempos requeridos para alcanzar los lugares que visitaban y el cómputo final de las horas de marcha. Es decir, compartían la misma actitud puntillosa que llevaba al británico Leslie Stephen a registrar con orgullo las 10 horas empleadas en recorrer los 80 kilómetros que separaban Cambridge de Londres. El motivo para el apresurado desplazamiento obedecía a la asistencia al banquete anual del Alpine Club. Por cierto, las filas del animoso grupo de excursionistas bilbaínos contaba con un ingles homónimo de Stephen. Los compañeros se referían irónicamente a él como, “el intrépido inglés que reza diariamente por que le salga el bigote: éste no lleva empleo alguno en atención a las leyes de extranjería que rigen actualmente en España; únicamente le recomendaron sus compañeros que pusiera en conocimiento de la Sociedad Geográfica de Londres los resultados que se obtengan de la expedición” (Goyoaga, 1882/2002, p. 118).
Unamuno calificaba de deliciosas las chirenadas de Goyoaga, fallecido de tuberculosis antes de cumplir los 40 años. En la introducción que escribió el rector de Salamanca en 1920 a la obra Revoladas de un chimbo ubica a Goyoaga y a sus amigos entre los bilbainos genuinos de “tres sílabas y salsa verde”, en contraposición a sus convecinos bilbaínos de “cuatro sílabas y salsa roja”, “que fuma puros teniéndolos en la boca a dos manos, como un cornetín” (1920/1966, p. 1098). La exaltación del espíritu de expedición militar y científica de los ganecogortos se acompaña de cierto menosprecio respecto de la población rural, como muestran algunos comentarios displicentes. Por ejemplo, al diferenciar los caminos rurales de las vías urbanas, señala Goyoaga que, “Esta estrada no ha sido abierta por la mano del hombre, sino por el pie del aldeano; ningún ingeniero se ha ocupado nunca de trazar aquel camino, únicamente el continuo paso de la gente que gasta borceguíes con clavos de a ochavo es el que ha delineado la senda que tomaron los cuatro señoritos” (Goyoaga, op. cit., p. 97). Ya hemos apuntado más arriba que Unamuno no compartía el desdén por los campesinos que manifestaban sus conciudadanos. Reelabora el anterior símil al narrar su ascensión al monte Aizkorri. Al describir la figura del ágil pastor que los guía, indica que “pisaba con pisada firme, sin hacer ruido. Iba calzado de abarcas y parecía coger los cantos con los pies como con las manos.” (1909/2014, p. 207). En esa ocasión tampoco se libra el filósofo de una cierta fiebre de exaltación bélica que conecta con el carácter de expedición científica y militar presente en las excursiones de Goyoaga y sus compañeros. En el relato de la ascensión al Aizkorri encontramos, así mismo, una clara vertiente de competición y logro deportivo. Para Unamuno el objetivo último de cualquier ascensión consiste en, “un cierto sentimiento de honor; hay que vencer el gigante poniéndole el pie sobre la cresta” (ibidem, p. 202). Una vez en la cima rememoró todos los montes del territorio cuyas cumbres había hollado con su pie: Gorbea, Oiz, Ganecogorta, Izarraitz, etc. A anotar que, tras el descenso, los excursionistas tomaron el tren para trasladarse al pie del Santuario de San Miguel de Aralar, con ánimo de ganar tiempo tiempo para ascender ese mismo día a la emblemática montaña. De suyo, supuso una pequeña hazaña.
Un similar espíritu deportivo se pone de manifiesto en sus viajes a la Sierra de Gredos, el lugar favorito de afirmación competitiva de Unamuno, “Todos los años tengo que hacer alguna ascensión a la montaña, y ya que no pude, como fue mi propósito, dominar los dos mil seiscientos metros de Gredos, me quedé con este otro” (1909/2014, p. 192). Dos años más tarde declaró que, “He estado hace pocos días en los altos de la Sierra de Gredos, espinazo de Castilla; he acampado dos noches a dos mil quinientos metros de altura, sobre la tierra y bajo el cielo; he trepado al montón de piedras que sustenta al risco de Almanzor, he descansado al pie de un ventisquero contemplando el imponente espectáculo del anfiteatro que ciñe a la laguna grande de Gredos, y viendo el Ameal de Pablo levantarse como el ara gigante de Castilla” (1911/1951, pág. 529).
El modo de aproximación a la montaña se aleja un tanto en algunos casos de los modos del excursionismo cultural de la época, y se acerca al ideario deportivo de búsqueda del riesgo, que iba ganando terreno al comienzo del siglo XX. Existía ya la polémica generacional entre los jóvenes que rehuían el alpinismo con guía --se les conoce como young shavers, ya que se caracterizaban por el afeitado de la barba-- y los montañeros mayores, en general académicos barbados que censuraban los modos gimnásticos y arriesgados de aquellos. Unamuno parece adscribirse a los primeros: en cierta ocasión un labrador lo tomó por loco por asumir el riesgo de ascender a una “pingorota”. El bilbaíno arguyó con orgullo, “Sí pudiéramos habernos matado, y éste es el mayor encanto de haber subido, el que pudimos matarnos al subir” (1909/2014, p. 285).
Nos atrevemos a adscribir la concepción de la afición a la montaña de Unamuno a las tendencias europeas de la época, aunque a veces tomaba distancia de la anglofilia bilbaina y censuraba con acritud la propensión británica al récord, a la velocidad y al divertimiento. La crítica al respecto es terminante:
Estos europeos no viven en rigor y en el fondo más que para divertirse. En última instancia sus actividades todas, así que vencen la dura necesidad se resuelven en sport. Es sport su industria, sport su política, sport su arte, sport su ciencia, sport su filosofía. Todo eso del goce de vivir, del ideal, de la realización de la verdad y del bien y de la belleza, lo del progreso, lo de la vida intensa, todo ellos es sport. Y lo que es peor, sport disfrazado. En cuanto se trata de buscar el fin de la humanidad en esta tierra todo se resuelve en sport, en despliegue de energía para mantener la energía. Y la beneficencia y hasta la caridad misma no son sino sport. (1914/1966, p. 293).
En la búsqueda de los intelectuales que quisieron dar un significado a la montaña en la vida de la comunidad, retomamos para concluir algunas concomitancias entre Unamuno y Maragall. Advirtió aquél de la huella que dejó el abrupto Pirineo catalán en la sociedad y en el carácter de las gentes del país. Al indagar acerca del origen del amor por la naturaleza, señaló el barcelonés que su afición activaba su comunión con una naturaleza concreta, la catalana, mientras que el vizcaíno puso el acento en el placer espiritual que procuraba conocer directamente la montaña, en su caso, la castellana y la vasca.
En un texto muy significativo Maragall indica que:
Ben be un, però ben be del nostres, perquè´l nostre excursionisme no es pas un sport, no es pas un esbarjo, no es pas un estudi, que es un amor; i no es pas, tampoc, un amor abstracte a la natura, sinó a la nostra natura; i en això no hi ha esquifiment d´esperit, sinó humanitat de sentiment; perquè no hi ha veritable amor en el cor de l´home mentres no té un objecte especialment estimat; i mal por estimar un home tota la terra si no comença per aquella de la qual es format. (1913, p. 223)
Unamuno vio en la afición un medio de fomentar un patriotismo de calidad. Censuró ciertamente el turismo de masas, y criticó los perjuicios y el efecto perturbador de las lineas ferroviarias y los hoteles de montaña, pero aceptaba y elogiaba el excursionismo en grupo, siempre que promoviera el conocimiento de la patria y catalizara el amor hacia esta. Así, en un texto expresivo al respecto afirmaba que, “Estas excursiones no son sólo un consuelo, un descanso y una enseñanza; son, además, y acaso sobre todo, uno de los mejores medios de cobrar amor y apego a la patria. Por razones de patriotismo, deberían fomentarse y favorecerse las sociedades de excursionistas, los clubs alpinos y toda sociedad análoga” (1909/2014, p.187). Reiteró una apreciación similar en el epílogo a la obra Alpinismo castellano del bilbaíno Andrés Pérez-Cardenal, como él salmantino de adopción, “Y he aquí por qué el predicar, como Pérez-Cardenal hace, el culto activo y práctico de nuestra naturaleza, es predicar patria y es predicar también evangelio” (1914/1966, p. 1032).
4. Conclusiones
En este artículo hemos pretendido dar a conocer una faceta poco estudiada de Miguel de Unamuno, su personalidad montañera, habitualmente dejada de lado al estudiar su trayectoria vital o al analizar su producción literaria. Hemos escogido como principal punto de referencia las tendencias europeas decimonónicas que despertaron y fomentaron el interés por la montaña entre las clases sociales con tiempo libre para el ocio. Hemos constatado que la nueva propensión a la montaña suele explicarse como un cambio de sensibilidad que impulsaron gentes procedentes de las ciudades, que buscaron en ella evidencias de la evolución geológica y biológica. Buscaban, además, sensaciones sublimes de transcendencia, atalayas desde donde contemplar territorios inexplorados, podios enormes para hacer patentes gestas deportivas, e incluso, lugares definitorios de la identidad colectiva. En algunos casos en un mismo texto se amalgamaban diversos motivos. Este conjunto de motivaciones de base alumbró géneros literarios específicos, y las obras literarias sirvieron de acicate al desarrollo del montañismo. En ese sentido cabe afirmar que la afición de Unamuno es producto de su época.
En segundo lugar, hemos procedido a recoger y examinar los textos de Unamuno sobre la montaña y sus experiencias en ella. Al rastrear los escritos en los que el filósofo bilbaíno relata sus excursiones por entornos montañosos y las ascensiones a las cumbres, se constata que siguió muy de cerca la literatura relacionada con este tema. Las letras impulsaron esta afición lúdica desde la infancia y constituyeron un referente constante a lo largo de la vida. Desde una perspectiva comparativa hemos hallado ecos de las leyendas románticas de su tierra ambientadas en la montaña, que en ocasiones no duda en censurar por tratarse de falsificaciones de tipo ossiánico, lo que no impide que actúen en otros momentos como espejo de un estado propio de exaltación emocional. Hemos dado cuenta además de la recepción desigual en Unamuno de los autores románticos europeos que vivieron la experiencia de la montaña. Se trataba de literatos que buscaban la gratificación en los horrores de la naturaleza o en la contemplación de lugares pintorescos, aunque también se interesaron por los modos de organización social montañeses, singularmente en lo que toca a las formas de democracia participativa. Es llamativo que Unamuno, censor habitual de la propensión al sentimentalismo de Rousseau, pasó por alto la inclinación a la melancolía de Senancour. El autor parisino, menos conocido, era el autor romántico preferido del bilbaíno y al que citaba con más frecuencia.
La exploración de las fuentes literarias relacionadas con la montaña que hemos efectuado nos ha llevado a reparar en los escritos de algunas sociedades académicas del siglo XIX muy vinculadas con la naturaleza, particularmente de las implicadas en la exploración geográfica. Es el caso de los clubes de alpinistas y otras entidades que aúnan la finalidad lúdica y la investigación, como la pirenaica Sociedad Ramond, estrechamente conectada con el montañismo y la investigación de la cultura, lengua, historia o literatura vascas. El llamado espíritu de la época explica que figuras del excursionismo cultivado europeo guarden semejanza con Unamuno. En algunos casos el polígrafo bilbaíno conocía o seguía de cerca a tales personalidades. Compartió con ellas el hábito de acompañarse en sus excursiones por colegas del mundo académico y de aprovechar la oportunidad para debatir cuestiones de todo orden. La enorme curiosidad intelectual de Unamuno explica que en sus escritos describa de manera minuciosa el entorno que visita, que explore el alma de la tierra que capta o intuye desde las alturas. Se había inspirado en autores que establecían una interconexión entre el paisaje y el genio de la lengua hablada en la tierra, las costumbres, la historia y la identidad de las gentes que habitan el territorio circundante. Hemos podido apreciar los afectos cambiantes de Unamuno respecto de la tierra vasca de origen y del paisaje de adopción castellano.
Hemos concluido el análisis del contexto social y de las fuentes literarias relacionadas con la montaña con la observación del impulso deportivo en Unamuno. Llegó tarde, pero está bien presente en sus escritos. Hay una lucha entre el Unamuno que, por un lado, menosprecia valores como el culto al récord, la diversión y la lucha deportiva, y la incomodidad del erudito cuando las masas invaden un espacio que considera privativo y, por otro lado, el rector de universidad agobiado por la tensión académica que resulta de la competición intelectual, de la búsqueda de influencia en los claustros, que se refugia en la montaña para recuperar fuerzas practicando el ejercicio físico. El elitismo y el efecto saludable de esta actividad están presentes en la filia que se profesaba en su ciudad natal respecto de lo que viniera de Inglaterra. Las universidades inglesas fueron en buena medida la cuna de la versión más deportiva del montañismo o de la difusión del principio “mens sana in corpore sano”. La contextualización del montañismo unamuniano original hay que buscarla en un ámbito cercano, el de las prácticas de la gente de su ciudad natal, y también en otra fuente más general y constante, la larga estancia salmantina y sus lecturas de autores europeos. Las tendencias culturales de la época están muy presentes en la práctica de Unamuno de las excursiones de montaña.
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[1] Nos parece desacertado asociar el montañismo de Unumuno exclusivamente al proyecto pedagógico krausista, a pesar de que esta iniciativa comparte varios aspectos relevantes con las tendencias educativas británicas. Entre las colaboraciones del filósofo bilbaíno en el Boletín de la Institución Libre de Enseñanza figura un artículo muy significativo en el que compara el valor pedagógico de los boy scouts y el fútbol. Considera que entre aquellos prima la disciplina, un sentimiento de jerarquía no natural, de valor educativo nulo, “después de cargarles con una mochila llena de moldes de quesos, de todos tamaños y formas, como no les daban -ni les podían dar- ni leche ni cuajo, no hacían quesos”. No es favorable al tipo de sentimiento patriótico que se inculca entre los denominados exploradores, que en su opinión no exploran nada. Por el contrario, considera que el fútbol es un juego, “sin protección de Real orden, sin pedagogos profesionales, sin tendenciosidad de patriotismo de trapo y no de fibra viva, sin otra disciplina que la que surge del juego mismo. Y como más espontáneo y menos intervenido, más educador y más... divertido” (1921/2002, p. 62-63).
[2] Hay una referencia literaria a Unamuno en el primer número de la revista de la Federación. Pedro Mourlane Michelena, al celebrar de esta manera la creación de la asociación y el hermanamiento en las alturas que se produce en la época de la dictadura de Primo de Rivera, indica: “Cuatro mil alpinistas se reúnen en Elgueta para dar el grito y tirarse al monte. No: no van a sorprender un convoy, ni a cazar con estrategia zorruna un destacamento” (apud Monreal 2017, p. 472). En el relato de una subida al monte Aizkorri, Unamuno había establecido que el animal totémico de los vascos era el zorro, “Cuando la moda de la rusticidad montesina hace que muchos de mis paisanos tomen cariño a la expresión de vasco burro. No, no, no, hemos tenido zorros, zorros resueltos y valerosos, de los que saben dar caza.” (1909/2014, p. 200). Unamuno apreciaba el carácter cazador en personajes históricos vascos: colonizadores como Urdaneta o Irala, generales carlistas como Zumalacárregui, o propagadores del catolicismo como San Ignacio de Loyola. Estas figuras eran muy estimadas para un grupo en el que había varios colaboradores de la revista, al que pertenecían, además de Mourlane Michelena, el poeta Ramón de Basterra, el escritor Rafael Sánchez Mazas, o el diplomático José Félix de Laquerica. Ramón de Basterra (1925) ensalzó con sus poemas las figuras históricas mencionadas.
[3] Webster fue uno de los primeros en afirmar que este poema de inspiración ossiánica era una falsificación romántica. En cierta ocasión, el clérigo inglés aprovechó una excursión en la que iba acompañado de un colega de la tierra para un reconocimiento del lugar donde se desarrolló la batalla de Roncesvalles, y conoció de cerca la literatura que surge de ésta, “Un paysan Basque-Espagnol m´a égayé pendant quelques heures de marche, entre les Aldudes et Roncesvaux, en me racontant toute l´histoire d´après 'la chanson de Roland'. Il me désignait tous les endroits, et me décrivait les péripéties de la bataille, et me demandait si j´avais jamais vu cela dans les livres imprimés. Lui, il l´avait appris de son père, qui le racontait pendant les longues veillées de l´hiver. Je désire constater ce fait, parce qu´il donne la mesure de ce que la tradition peut faire” (1875, p. 6). Unamuno recuerda en “Espíritu de la raza vasca” que el poema atribuido a Monglave fue traducido al euskera por Duhalde (1887/1958, p. 207).
[4] Rodríguez Fischer remarca en su análisis de las ascensiones de Unamuno el modo en que el filósofo bilbaíno contrasta el estatismo del mar y la llanura al dinamismo de los torrentes y las montañas al pie de la Madaleta (2009, p. 143). Dicha contraposición recuerda al simbolismo que encontramos en la poesía inicial de Wordsworth acerca de los Alpes (1793), que sigue de manera expresa el imaginario de Ramond de Carbonnières.
[5] Se conoce su postura contraria a la oficialidad del euskera y a su enseñanza en los centros públicos. Consideraba que el idioma no era apto para la vida moderna, y puso en duda que dispusiera de términos propios para expresar ideas abstractas (cf. 1887/1958, p. 203). En su tesis doctoral recogió la misma metáfora empleada por Reclus para exponer el proceso de pérdida del idioma, “se va desvaneciendo en su roce con el oficial, que simboliza una mayor cultura, y todo va pasando como pasa el flujo del agua en el océano y queda siempre vivo en el mar”. A renglón seguido repite la misma idea e imagen, “Es el pueblo vasco un pueblo, que como con gráfica frase le señaló Reclus, que va, no a anodadarse sino a asimilarse, a perderse como el arroyo en las grandes corrientes del anchuroso río”. Lo que no quita para que, antes de que desaparezca, se recoja y estudie su espíritu (1884/1958, p. 91).
[6] Algunos debates de aquella época resultan desconcertantes desde una perspectiva actual. Por ejemplo, Leslie Stephen, miembro del Alpine Club, se mostró un tanto irritado por la caracterización que Taine proponía de la raza británica, sin diferenciar a un galés de un inglés, algo que el padre de la escritora Virginia Woolf consideraba totalmente erróneo. Tampoco Unamuno se sentía identificado dentro de una raza española única, que no tuviera en consideración la diversidad de las gentes que habitan la península. Son también sorprendentes, a partir de la evolución del pensamiento en el siglo XX, sus juicios sobre las diferencias de género en pueblos civilizados y retrasados, “La diferencia de la capacidad relativa del cráneo de la mujer al del hombre es mayor en los pueblos civilizados que los que no lo están; entre los salvajes, la mujer es tan inteligente como el hombre; entre los cultos, la diferenciación se ha operado, y mientras el hombre llega a la edad adulta, la mujer apenas pasa de la infancia” (1887/1958, p. 203).
[7] Tartarín de Tarascón, personaje de Alphonse Daudet, es citado por Unamuno frecuentemente. Sobre todo recordaba el paso por los Alpes de este Don Quijote provenzal.
[8] Casado de Otalora atribuye el uso la metáfora unamuniana de la meseta central castellana como columna vertebral de España a la influencia del geólogo José MacPherson y del pedagogo Francisco Giner de los Ríos, que ya habían empleado dicha imagen en la década de 1880. No nos parece del todo acertado calificar a Unamúno de imitador de estos autores (Casado de Otalora, 2010, pp. 166-167), ya que este tipo de metáfora hunde sus raíces en los hallazgos de los naturalistas del siglo XVIII. Es recurrente a partir de entonces que se vinculen los vestigios de una vida pretérita presentes en las rocas calcáreas de las montañas, que se forman a partir de los esqueletos marinos, y la osamenta humana, que requiere del calcio. De ese modo, el paisaje se extiende sobre el pueblo que lo habita. Se trata de una metáfora presente en autores románticos como Wordsworth (cf. Monreal, 2023, pág. 365, nota a pie de página). El poeta inglés ascendió en 1805 al monte Helvellyn acompañado del escritor escocés Walter Scott y del químico Humphry Davy, que además de promover la publicación del libro de poemas Lyrical Ballads, fue la primera persona en aislar el elemento del calcio en 1808.
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